Fin del recreo

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Lo único que se escuchaba esa tarde en la Escuela Primaria Normal N° 3, era el bullicio de los alumnos mientras disfrutaban de los pocos minutos de recreo que tenían. La campana estaba por sonar, todos lo sabían, pero continuaban con sus juegos tratando de vencer, en sus precoces mentes, al sistema. Una vez que sonara ésta, pedirían a sus maestras un rato más para terminar las importantes actividades que estaban realizando. Las maestras, creyéndose imparciales, negarían el pedido de los pequeños y arrearían a todos los alumnos a sus aulas.

Para la mayoría de los varones, el recreo era el momento más fascinante del colegio, y también las clases de Educación Física. En cambio, para las niñas, las clases de dibujo y manualidades ocupaban el ranking en los primeros puestos. Ellos no entendían cómo a las mujeres les gustaban esas horas donde se las pasaban encerrados en el aula dibujando cualquier garabato o haciendo casitas con palitos de helado. Preferían ser libres. Correr detrás de una pelota, ya sea hecha con un puñado de papeles o con algunas medias. De vez en cuando jugar al handball u otro deporte que se les ocurriera. No querían estar recluidos por horas entre cuatro paredes, escuchando cómo la señorita hablaba, escribía en el pizarrón y hacía infinitas preguntas que muchas veces, ellos no sabían contestar o no entendían por estar distraídos. En cambio, ellas no comprendían cómo los varones podían estar corriendo todo el día de acá para allá, todos transpirados y golpeándose unos a otros cuando se les antojaba, y lo peor de todo, era que, a esto último, lo consideraban un juego. Ellas preferían juntarse en grupos con otras niñas y hablar todo el día de lo que hicieron y de lo que iban a hacer. Criticar a esas “marimachos” que les gustaban las clases de Gimnasia, y que en los recreos corrían con los chicos a la par. ‹‹ ¡Que desubicadas! ››, pensaban. También adoraban dibujar en las clases de Plásticas con la señorita Mercedes, y hacer objetos para decorar sus casas en las clases de Actividades Prácticas con la señorita Luján.

Dentro del grupo de los varones de cuarto grado se encontraba Gonzalo, un niño al que le gustaba mucho jugar al fútbol, a pesar de ser marginado por los otros niños. Siempre lo elegían al final cuando armaban los equipos y nunca le pasaban la pelota cuando estaban jugando. A Gonzalo también le gustaban las clases de dibujo, de hecho, era muy buen dibujante. En su casa pasaba horas haciendo historietas con héroes inventados por él mismo. Aunque nunca se permitiría demostrarlo en la escuela. No vaya a ser que los demás varones empiecen a burlarse de él. Ya tenía suficiente con las bromas que le hacían por su peso, no quería ser el blanco en otra categoría de chistes.

Si bien, en ocasiones era marginado por sus compañeros, en otras, sabía cómo integrarse y encajar gracias a su bajo perfil. Se limitaba a hacer todo lo que los demás hacían y nunca emitía su opinión sobre ningún tema.

Gonzalo tenía mucha más fuerza que el resto de sus compañeros, lo que hacía que éstos, al menos, le tengan respeto. Lo molestaban, pero no lo suficiente como para hacerlo enojar y casi nunca se empecinaban con él. No lo tomaban de “punto”, como se dice, sino que le hacían los mismos chistes que se hacían entre todos.

Aunque lo elegían en el último lugar para jugar al fútbol, era el primero en ser elegido cuando armaban equipos para hacer cinchadas con la soga y jugar a los Empujones. Éste último, era un juego que habían inventado ellos mismos. La mecánica era simple. En primer lugar, dos chicos a quienes se los denominaba “carnadas”, se ponían espalda con espalda. Luego, un grupo de chicos empujaba desde uno de los lados a su “carnada” contra el otro y lo mismo hacia el equipo rival. Era parecido a las cinchadas con sogas, pero en este juego en lugar de tirar, tenían que empujar para adelante. Ganaba el equipo que lograba mover a sus contrincantes más allá de una línea que dibujaban a cada lado. Siempre ponían a los más bajitos para ser carnadas y a Gonzalo en la primera fila de los “empujadores”. La mayoría de las veces ganaba el equipo donde él jugaba. Él solo era capaz de ganarle a un equipo de varios chicos, según comentaban sus compañeros.

Una mañana fresca de agosto decidieron organizar una competencia para probar la fuerza de Gonzalo. El segundo recreo fue el elegido para el duelo. Se corrió la voz por los demás cursos y cuando la campana sonó, todos los varones de la escuela se agolparon en el centro del patio.

Los chicos “carnadas”, ya habían sido elegidos en el primer recreo y se encontraban ahora en los lugares preestablecidos. Gonzalo puso sus dos manos en el pecho de su compañero y tres de los más fuertes chicos de su curso se parapetaron del otro lado. Los demás gritaban de euforia rodeando a los participantes. Algunas chicas se acercaron para ver qué era tanto jolgorio por parte de los varones. Creían que se trataba de una pelea. Pero no. Era la mayor competencia de Empujones que se celebraría en la Escuela Normal N° 3, según anunciaban algunos chicos cuando éstas le preguntaban.

Gonzalo las vio llegar y entre ellas pudo ver a María Eugenia, una chica que le gustaba desde el jardín de infantes. No podía perder este juego, se dijo. No podía quedar mal delante de ella.

El público estaba dividido. Algunos alentaban por Gonzalo y otros por los tres rivales.

—¡Gordooooo, gordooooo! —se escuchaba cantar a un grupito.

En ese momento, Miguelito, que había sido elegido para oficiar de juez de la competencia, hizo señas para que todos se callaran.

—¡Silencio! Silencio a todos. Vamos a dar comienzo a este duelo de Empujones.  Por un lado, tenemos a Gonzalo —se escuchó un grito generalizado por parte de los demás chicos y el clásico “Gordoooo, gordoooo”—. Por otro tenemos a los desafiantes. Leandro, Pitu y Fideo —Algunos los silbaron. Otros coreaban el nombre de alguno de los tres. Los más atrevidos, abucheaban.

Miguelito tomó por las cabezas a las “carnadas” y las ubicó. Dibujó una línea en medio de ellos con una tiza blanca y luego marcó dos líneas más de cada lado con una tiza amarilla, una a cinco pasos por detrás de Gonzalo y la otra a cinco pasos por detrás de los tres chicos.

—El equipo que logre pasar la “carnada” por la línea amarilla que tiene el rival a sus espaldas será el vencedor. ¡Bienvenidos al primer campeonato mundial de Empujones!

Un grito ensordecedor se extendió por el patio de la escuela. Ahora los alumnos de todos los cursos estaban en el lugar de la competencia. Nadie se quería perder el duelo.

—¿Preparados?

Gonzalo asintió con la cabeza. Estaba muy concentrado en lo suyo. Miraba a los ojos a su “carnada” y luego observaba sus manos y sus brazos. Puso su pie derecho bien firme adelante, muy cerca de su “carnada”, y el otro a cincuenta centímetros detrás, con el talón en el aire para darse impulso. Sentía todo su cuerpo tenso, pero a su vez, tenía mucha confianza en sí mismo. Sabía que los tres chicos eran fuertes. No iba a ser una tarea sencilla, pero eso a él no le importaba. Era su momento para pasar a la historia y no podía fallar. Sería recordado por siempre, como el gran vencedor en el Primer Campeonato Mundial de Empujones.

Toda la escuela estaba pendiente. Los maestros miraban desde el aula, no se atrevían a intervenir. Veían a los chicos tan entusiasmados que no querían ser considerados aguafiestas. Gonzalo sólo pensaba en la competencia y en María Eugenia. La buscó con la mirada y la encontró perdida entre toda la masa de gente. Allí estaba, con su guardapolvo blanco inmaculado y el pelo atado con dos colitas, una de cada lado. A Gonzalo le encantaba cuando ella traía ese peinado a la escuela y pensó que hoy lo había traído para él, porque sabía que le daría fuerzas y lo motivaría para ganar el juego.

—A la cuenta de tres empezamos ¿Están todos listos? —¡¡¡Sí!!!, gritaron todos los alumnos de la escuela—. Gonzalo, ¿Listo?

—Sí —dijo Gonzalo.

—Leandro, Pitu y Fideo, ¿listos?

—Listos —dijeron al unísono.

—Bueno que empiece la cuenta —dijo Miguelito dirigiéndose a la multitud que tenía alrededor—. ¡Uuuuuuuno, doooooooos… tres!

Gonzalo demoró unos segundos en arrancar y sus rivales aprovecharon para avanzar dos pasos. Sin embargo, pudo afirmarse con las dos manos en los hombros de su “carnada”. Se inclinó con su cuerpo, clavó sus dos pies en el suelo y empezó a hacer fuerza para adelante. Unos instantes más tarde recuperó el espacio perdido. Estaban igual que al principio. Un calor le inundó su rostro y gotas de sudor empezaban a caer de su frente.

—¡Dale, Gonzalo, vos podés!

La voz de una chica se destacaba entre el griterío de los demás. A Gonzalo le pareció que era la voz de María Eugenia, aunque no había podido distinguirla muy bien.

‹‹No. No puede ser ella››, pensaba. ‹‹Sólo son fantasías mías››.

—¡Dale Gonza!

Otra vez esa voz. Estuvo tentado de girar la cabeza para ver quién le estaba gritando. Podría haber sido Valeria, que siempre se había portado bien con él y muchas veces lo ayudó con algún problema de matemáticas, materia en la que él no era muy bueno.

Seguía sin saber quién era. Había cedido un paso.

‹‹Dejáte de pensar pavadas y empujá››, se dijo para sí.

Se encontraba de costado y empujaba con sus hombros. Esta técnica le resultaba cuando empezaba a agotarse. Si bien no avanzaba, se plantaba de tal manera que no lo podían mover, y así podía descansar un instante. Mientras tanto esperaba el momento oportuno, cuando fueran sus contrincantes quienes se cansaran o desconcentraran disminuyendo la fuerza, para volver a arremeter de nuevo con sus manos.

‹‹Ahora puedo ver quién grita››, pensó.

—¡Dale Gonza, dale!

Esta vez pudo distinguir la dirección de dónde provenían esas palabras de aliento. Se acomodó mejor, llevando todo el peso de su espalda contra el pecho de su “carnada” y levantó la cabeza para buscar la voz. Lo primero que vio fue decenas de chicos gritando desaforados y saltando. Sin embargo, no los oía, todo transcurría en silencio en su cabeza. Sólo quería oír aquella voz de niña que alentaba por él y quería que fuera María Eugenia. Trató de recordar dónde estaba ubicada cuando empezó la competencia, pero un fuerte empujón lo movió de tal manera que estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse. Levanto muy despacio la mirada y pudo ver como dos de los rivales empujaban la “carnada” mientras el otro chico tomaba carrera tres pasos y embestía con fuerza.

‹‹Eso no se puede››, estuvo a punto de decir Gonzalo, pero no estaba seguro si era legal o no. Optó por no decir nada por las dudas que fuera una regla válida y lo descalificaran, o peor aún, lo vencieran mientras se estaba quejando.

Volvió a concentrar todas sus fuerzas en la competencia. Apoyó las dos manos sobre los hombros de su “carnada” y empujó. Avanzó un paso, pero al mirar al piso se dio cuenta que estaba en el mismo lugar en donde había empezado. La técnica de sus rivales lo había hecho retroceder sin que lo notara.

Gonzalo se estaba agotando, pero su orgullo le impedía rendirse. Cerró los ojos, giró la cabeza a la derecha y apoyó su pecho contra el de la “carnada”. Se aferró fuerte y empezó a avanzar de a pequeños centímetros, cual jugador de rugby.

Notó que sus contrincantes habían reducido las fuerzas. Estaban cansados.

‹‹ ¿Habrán parado para recuperar energía? ››, se preguntaba Gonzalo ‹‹Éste es mi momento››, se dijo.

Cuando volvió a abrir los ojos, dispuesto a dar lo último de sí, la vio. Ahí estaba ella en todo su esplendor, a menos de diez pasos de distancia de él. Había llegado a las primeras filas y Gonzalo pudo leer bien claro de sus labios las palabras: ‹‹ ¡Dale Gonza! ››.

Como iluminado por una fuerza poderosa proveniente del exterior, arremetió contra su “carnada” con tanto ímpetu, que uno de los rivales se cayó al piso. La victoria estaba a su favor. Siguió empujando y avanzando sin respirar. Cerró los ojos y con la imagen de María Eugenia diciéndole ‹‹ ¡Dale Gonza! ›› utilizó todas las fuerzas que le quedaban para terminar con la competencia. Con el último suspiro empujó a sus rivales, tirándolos más allá de la línea de meta.

‹‹Eso es todo››, pensó.

Una ovación se escuchó en el patio. La algarabía de los chicos era incontrolable. Exaltados aplaudían, silbaban y cantaban. Se agarraban las cabezas no pudiendo creer lo que estaban viendo.

Sus compañeros de curso fueron los primeros en acercarse. Gonzalo estaba con sus manos en las rodillas.

—¡Bien Gordo! ¡Lo lograste! —le decían mientras lo palmeaban.

Sin embargo, él no los oía. Estaba tratando de recuperar el aire perdido. Sintió un fuerte dolor en el pecho que lo obligó a dejar caer una rodilla en el piso. Se agarró con ambas manos el lugar donde sentía la punzada. Lanzó un fuerte grito y todos los chicos enmudecieron de golpe. La alegría de unos instantes atrás desapareció por completo. Sus compañeros, que habían llegado para felicitarlo, retrocedieron espantados.

—¡Llamen a la señorita! —gritó una niña.

Era María Eugenia que corría hacia él, tratando de abrirse paso entre los demás chicos.

—¿Qué esperan? ¡Llamen a la seño! —insistió.

Algunos chicos salieron corriendo sin saber a dónde ir. El resto se quedó en silencio contemplando la escena. Gonzalo ahora tenía las dos rodillas en el suelo. Cuando María Eugenia llegó a su lado, lo primero que él percibió fue su inconfundible aroma floral.

—Acostate, Gonza —le dijo.

El dolor empezaba a disminuir. Con las manos todavía en el pecho miraba el rostro angelical de María Eugenia. Atrás de ella, el sol y algunas nubes formaban un paisaje perfecto.

‹‹Cuando llegue a mi casa la voy a dibujar››, pensó.

Vio que le estaba hablando, pero él no la podía escuchar. Se desesperó. Un temblor le invadió todo su cuerpo. María Eugenia estaba alejándose de él. Quería alcanzarla. Quería tocar su rostro. Acariciarle el pelo. Amarla. Una sombra difusa se interponía entre él y ella. Trató de forzar la vista, pero no logró verla. Sólo pudo divisar la oscuridad total.

Entonces cerró los ojos.

Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Pila Gonzalez

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Me gusta lo simple. Juntarme a comer y tener una buena charla con mis amigos, salir a correr, sentarme a leer en un parque, escribir en cuadernos, recorrer lugares caminando. Enamorado de los Balcanes, me autodenomino un catador de cafeterías por el mundo.
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