‹‹El tribunal de la sala III de la Cámara del Crimen condena a Esteban Alberto Molinari a la pena de veinte años de prisión efectiva más una indemnización a la familia de la víctima por la suma de pesos un millón quinientos cuarenta y cinco mil setecientos…››
Las palabras sonaban una y otra vez en su cabeza. Nunca había padecido de insomnio, pero ahora era un tormento insoportable. Por las madrugadas, desde que lo confinaron en la prisión del estado, se despertaba sobresaltado y bañado en sudor. No hubo una noche que haya podido dormir sin sobresaltos. Soñaba con el crimen y se despertaba. Soñaba con la condena. Soñaba con la víctima y hasta con su propia muerte. Pasaba las tardes leyendo en el patio y cuando el sol se escondía en el horizonte, empezaba su martirio. Comenzó a tenerle fobia a la oscuridad. Daba vueltas en la cama hasta poder conciliar el sueño. Cuando lo lograba, una nueva pesadilla lo devolvía al mundo de los despiertos. Un mundo que ya no soportaba más. Un mundo que se le había hecho pesado desde siempre.
La mente humana puede convertirse en nuestra peor enemiga. Ahora tenía todo el tiempo para pensar. Eso, para él, era lo peor. Aunque aún no había reflexionado cómo se le escapó ese detalle tan minúsculo. ‹‹Era el crimen perfecto››, pensaba. Tenía todo planificado de principio a fin desde hacía mucho tiempo. Qué arma usar, el momento adecuado para intervenir, el lugar ideal para el acto, su coartada en caso de ser necesario. Todo estudiado hasta el último fragmento. Nada librado al azar. Parecería uno de los tantos asesinatos por robos que ocurren día a día. Sin embargo, algo salió mal.
***
Esteban pertenecía a una familia de clase media. Hijo único de Estela y José Molinari. Le gustaba hacer deportes, pero la naturaleza no lo había dotado de talento para ninguno. Cada día, después del colegio, se recluía en su cuarto donde pasaba largas horas frente al ordenador. No tenía amigos, tampoco se había preocupado en hacerlos. Era muy reservado, tímido y el centro de todas las bromas en la escuela. Desde que tenía uso de razón que lo habían tomado de punto. Se burlaban todos los días de él. Los primeros años intentó defenderse en un par de ocasiones de estos ataques, pero recibió algunas golpizas que lo hicieron retroceder en sus aspiraciones de ser un héroe. Al final optó por callarse y aguantarse todos estos tormentos sin contarles nada a sus padres.
‹‹Me caí jugando al fútbol con los chicos››. ‹‹Me raspé en la clase de gimnasia››, eran sus incontables excusas. Mentía porque sentía vergüenza, lástima de sí mismo y mucha impotencia. Sobre todo, mucha impotencia.
***
Diego Jeremías era compañero de clases de Esteban desde el jardín de infantes, y el promotor de todos los chistes y burlas contra él. Tenía una inteligencia superior en materia de bromas. Siempre fue de contextura física más grande que los demás, por ello, no le tenía miedo a nadie. Todos sus compañeros de curso fueron, aunque sea una vez, centro de sus bromas. Pero Esteban era su preferido. Todos los días tenía un motivo nuevo para burlarse de él. Contaba con la complicidad de un grupo de chicos que le hacían “el caldo gordo” en todo momento. Se reunían fuera de clase para planificar la maldad que le harían a Esteban al día siguiente. No tenían escrúpulos y Diego se sentía cada vez más impune y omnipotente. Hasta el día de su cumpleaños número dieciocho.
***
Durante el último año de colegio, y cansado de tanto acoso, Esteban estuvo planificando su venganza contra Diego. Consiguió un arma sin registro en la villa, con tres balas en el tambor. Estudió todos los movimientos de su víctima, hasta el más mínimo detalle. Definió sus posibilidades de escape, una vez consumado el hecho. Ensayó frente al espejo de su habitación lo que diría en el encuentro. El plan consistía en abordar a Diego en un terreno en donde estaban construyendo un edificio, unas cuadras antes de que éste llegara a su casa, una vez que hubiera finalizado su habitual práctica de fútbol en el Club Entrerriano. El día elegido no era un detalle menor, sería el día en que cumpliera años la víctima. Lo amenazaría con el arma, obligándolo a ingresar a la obra en construcción. Primero lo haría sufrir un poco, y luego lo liquidaría de tres disparos certeros al corazón. Le robaría algunos efectos personales y desaparecería sin dejar rastros, tomándose unas vacaciones en la casa de sus tíos en Posadas. Una mente atormentada por años de acoso puede llegar a extremos inimaginables.
***
Al terminar la práctica de fútbol, Diego se vistió lo más rápido que pudo y salió caminando de prisa hacía su hogar, donde lo esperaban sus amigos para festejar su cumpleaños. Las vacaciones de invierno habían comenzado justo ese mismo día y él creía que no podía tener más suerte con la fecha ya que podría festejar su mayoría de edad a lo grande y por el término de varios días.
Al llegar a la esquina de Cerrito y Coronel Márquez divisó una figura parada en el medio de la vereda. En seguida se dio cuenta que era el incompetente de Esteban.
—¿Qué haces a estas horas solo “Estebanquito”? Tené cuidado que el “cuco” anda por estos lados —le dijo.
Esteban no respondió, sino que empezó a reírse de una forma extraña que hizo enojar a Diego al instante. No se necesitaba demasiado para lograr esto. Era un chico exasperante e irritable.
—¿De qué te reís bobón? —dijo.
Como no respondía y continuaba riéndose, se acercó para golpearlo, pero Esteban, en un movimiento rápido y torpe sacó un revólver y lo apuntó.
—Entrá ahí —le dijo señalando la puerta de chapa.
—¡Pará loco, pará…!
—Entrá o te fusilo acá nomás.
***
‹‹Fue un homicidio premeditado. Eligió el arma más letal, el lugar de indefensión de la víctima y el plan para escapar…›› Era la voz del fiscal la que aparecía en su mente una y otra vez. ‹‹Algo falló. Mi plan no era perfecto como creía››, se reprochaba tirado en el fino colchón de su celda, mientras miraba el cielo de cemento, el mismo que observaría por veinte años más.
Intentó recordar la noche del crimen, pero sólo pudo reconstruir algunas escenas difusas. ‹‹Otra noche sin dormir››, pensó angustiado y lleno de ira. Se paró en la diminuta y solitaria celda que no compartía con nadie. Era uno de los pocos reclusos que tenía celda individual. Sabía que esto tarde o temprano le traería problemas. Pero ahora no era el momento de preocuparse por eso. Su principal preocupación que lo carcomía por dentro era el maldito insomnio. Desde hacía varios días no podía dormir y eso lo estaba consumiendo. Notaba su cara demacrada, el cuerpo abatido y la respiración entrecortada. Estiró los músculos de a uno en forma pausada. Trató de tranquilizarse, pero fue en vano. Se aferró de los barrotes y estuvo a punto de gritar en la penumbra del pabellón. Contuvo el aullido en la garganta y comenzó a llorar en silencio.
***
La noche del crimen era una de esas noches cerradas, donde la luna no se mostraba en el firmamento y una niebla espesa cubría la ciudad. ‹‹La noche ideal, para el crimen perfecto››. En su cuarto, Esteban repasaba los últimos detalles, hasta que el reloj de pulsera le avisó que era el momento. Guardó el arma en el bolsillo interior de su campera, se miró por última vez al espejo y salió rumbo a su destino. Cuando llegó a la obra en construcción rompió el candado y dejó la puerta de chapa entreabierta, con el espacio suficiente para que pudiera ingresar con Diego más tarde. Se ubicó en la penumbra de la cuadra a esperar que pasara su víctima.
‹‹Siéntate a esperar y verás pasar al cadáver de tu enemigo››, sonrió de manera irónica al recordar la vieja frase que tan bien se ajustaba en esta situación.
Aunque no sólo era cuestión de sentarse a esperar, tenía que actuar. Debía hacer algo que nunca había hecho, y esto podría ser muy peligroso.
Estuvo quince minutos esperando bajo un frío invernal que le calaba los huesos y le hacía temblar la mandíbula. Le parecieron eternos. Por un instante sintió deseo de cancelarlo todo, pero siguió adelante por orgullo. ‹‹Este tipo nunca más se va a meter conmigo ni con nadie››, se dijo a sí mismo para darse coraje, mientras se ponía la capucha de la campera en la cabeza y palpaba con suavidad el arma entre la tela.
A una cuadra de distancia vio acercarse a un sujeto, de inmediato supo que era Diego. La forma inconfundible de caminar, con ese andar arrogante y agitando los brazos de manera exagerada a los lados no podían ser de otra persona que del gran bravucón de la ciudad. Dudó un instante, pero la suerte ya estaba echada. Se paró en el medio de la vereda a esperarlo y lanzó un interminable suspiro.
Las primeras palabras que Diego le dirigió le resultaron muy graciosas y no contuvo la risa. Lo miró a los ojos y le mostró los dientes. Cuando se percató que sólo estaba a unos pasos de distancia, sacó el arma de la campera y le apuntó directo al corazón. Estuvo tentado de terminar todo en ese momento, pero respiró profundo y continuó con su plan. Lo obligó a entrar a la obra, lo hizo sentar en un montículo de arena y empezó a interrogarlo.
***
Diego no supo cómo, pero de repente se encontraba desparramado en la arena, suplicándole a su captor que se calmara. ‹‹Tiene un arma. Es la única forma que este idiota puede someterme. Ya va a realizar un paso en falso y en ese momento le voy a dar la mayor paliza de su vida››, pensó. No podía apartar la vista de la pistola, un sudor frio le empezaba a correr por la espalda.
—¿Qué estás haciendo, che? —dijo—. Esto es una locura. ¡Calmémonos!
—¡Callate la boca! Las preguntas las hago yo —le replicó Esteban con una mueca falsa en su rostro—. Decime, ¿Por qué te gusta tanto molestarme?
—No… eeeeh… son sólo bromas de mal gusto. No es personal. Vos sabés como soy yo.
—Si. Sé bastante “bien” como sos —dijo mientras se miraba una vieja cicatriz en uno de sus dedos—. ¿Así que hoy es tu cumpleaños? Tremenda sorpresa te estás llevando, ¿no? —lanzó una carcajada conteniendo el ruido y abriendo bien la boca.
Diego notaba que Esteban había dejado de mirarlo directo a los ojos y estaba pendiente de otra cosa. Lo tenía a una distancia bastante lejos como para saltar sobre él. No podía correr ese riesgo. Si lo intentaba le dispararía antes de poder tocarlo. Sin embargo, el tiempo se le acababa. La situación se estaba dilatando demasiado.
No entendía que le ocurría a Esteban. Tal vez estuviera esperando un cómplice, supuso Diego. Éste no dejaba de mirar hacia todos lados, sobre todo para el lugar donde estaba la puerta. Lo notaba impaciente. Nervioso.
En un intento desesperado, Diego trató de encontrar una respuesta a lo que estaba sucediendo. Notó que Esteban observaba una inusual cantidad de veces su reloj. Se quedó quieto, esperando el momento de actuar. Hasta que la claridad invadió su mente. Ahora comprendía bien lo que estaba pasando. ‹‹Este desgraciado está esperando que pase el tren para matarme y que no se escuchen los disparos››, pensó.
En un arrebato de locura y rabia, se abalanzó sobre Esteban. Lo único que sintió antes de tocar de nuevo el suelo, fue una fuerte quemazón en su estómago.
***
‹‹El plan fue perfecto. Tuvo sus complicaciones sobre el final, pero borré todas las pistas››, pensó Esteban, mientras se volvía a recostar en el colchón de la sucia celda.
No sabía qué le angustiaba más, si pasar casi toda su vida entre esas cuatro diminutas y asquerosas paredes o que su plan hubiera fallado. La soledad que sentía en estos momentos no se comparaba con nada. Lo peor era que su realidad no había cambiado. La impotencia contenida que sintió durante tantos años gracias al continuo castigo que había recibido de Diego, ahora la padecería, por veinte años más de sus compañeros de prisión. Lo tomarían de punto otra vez. Ya no podía soportarlo.
***
La idea de tirarlo sobre la pila de arena se le ocurrió en ese momento, así lo tendría controlado. De esta manera, a Diego se le haría muy difícil pararse con agilidad y él tendría el tiempo suficiente para matarlo.
La hora se acercaba. La desesperación lo absorbía. Consultó por enésima vez el reloj, eran las 21:38. ‹‹El tren tendría que estar pasando en estos momentos. ¿Por qué siempre se retrasa el hijo de puta? ››, pensó. Tenía el dedo en el gatillo y en cualquier momento se le resbalaría. No podía aguantar más. Una fuerte tensión se había generado en el ambiente. Se aproximaba el final y Esteban lo presentía. En unos minutos más todo su calvario habría concluido y podría vivir en paz por el resto de su vida.
Volvió a consultar el reloj y escuchó un ruido que provenía de la vereda. Miró sobre su hombro derecho y al instante notó que algo raro estaba sucediendo. Sin recordar cómo, le había disparado un tiro a Diego en el pecho. Una oleada de temor se apoderó de él. Miró desde años luz a su víctima que yacía tirado en el piso, junto al montículo de arena, agarrándose el estómago y lanzando unos chillidos extraños por su boca. En ese ir y venir en cámara lenta, se volvió a encontrar con los ojos de Diego en el medio de la oscuridad. Su brillo no se había apagado aún. Apuntó directo al corazón y vació el tambor del revólver. Observó, con la mirada perdida, cómo el humo que despedía el cañón del arma ascendía hacia el cielo. Al instante un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y lo volvió en sí. Se agachó para comprobar que Diego estuviera muerto. Le palpó el cuello y no sintió ningún latido. Con mucho cuidado le quitó el reloj y la billetera y se lo guardó en el pantalón. No quiso tocarlo más por miedo a dejar sus huellas en el cadáver. Escondió el arma en el bolsillo de la campera, se secó el sudor de la frente y salió caminando por donde había entrado.
La realidad le pegó con fuerzas en el alma y empezó a correr en dirección hacia su casa. A mitad de camino escuchó la sirena de la policía o quizás de la ambulancia, no sabía distinguirlas. Se asustó. Temió que lo hayan visto pero cuando consultó el reloj descubrió que había transcurrido más de media hora desde el asesinato. Llegó a su casa. Entró por la puerta de atrás. Escondió el arma entre los tabiques de la pared y se acostó mirando la nada.
***
Ahora se encontraba otra vez mirando la nada en medio de la penumbra, su nueva enemiga. Cada día que pasaba la celda le parecía más chica y sabía que terminaría por aplastarlo. Agarró el diario del día después al de la condena que lo tenía guardado debajo de la cama. Sacó una pequeña linterna en forma de llavero y apuntó el ínfimo haz de luz hacia el papel. En la tapa se encontró con una persona igual a él, pero le pareció que era del siglo pasado. En la imagen principal estaba la familia de Diego abrazándose y llorando. También estaba ella, la novia de Diego. La persona que lo encontró tirado en el umbral de la puerta.
Miró la hoja y en un ataque de furia la rompió en varios pedazos. Todavía no podía comprender como Diego pudo arrastrarse hasta su casa, con tres disparos en el cuerpo. Menos aún podía entender cómo, con sus últimas palabras, con el último suspiro de vida, con el último aliento, tuvo el tiempo y la lucidez suficiente para gastarle una última broma. ‹‹Fue Estebanquito››, fueron las palabras que brotaron de su boca, esa noche fría de invierno, mientras se perdía en una convulsión mortal. ‹‹Fue Estebanquito››, alcanzó a oír la novia, antes de que Diego cayera muerto en sus brazos, y ‹‹Fue Estebanquito›› mencionó el juez cuando leyó la sentencia.
Ahora la eternidad los separaba. Víctima y victimario estaban en mundos diferentes, pero sabían que pronto se volverían a encontrar en algún punto. Allí la historia sería otra. La infinitud sería testigo de la mayor revancha de todos los tiempos.
Porque la venganza de los condenados por el propio destino tiene otro sabor.
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.
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