Está decidido. Lo mato y después me mato yo. No hay vuelta atrás. No tengo otra alternativa. Ya sufrí demasiado y él también por mi culpa. No soporto vivir en un mundo en donde la lástima que sienten las personas por mí es tan humillante como las escenas que hago en los bares todas las noches cuando me emborracho. Pero hoy estoy más consciente que nunca. Sólo tomé unas copas y puedo dominar todos mis sentidos.
No es justa la vida, ¡la puta madre! No es justa. Ya no me quedan lágrimas para llorar. Me sequé por dentro y mi pequeña chiquita me debe estar esperando. Hace tres años que me espera y yo, con mi egoísmo de siempre, me quedé acá, muriéndome por dentro, lastimando a personas que en todo momento me han ayudado, como mi vecino de enfrente. Me quedé aguantando las miradas de compasión del resto.
Si fuera por mí, me tiraría debajo de un tren ahora mismo o saltaría de un edificio. Pero mi último acto en esta vida no tiene que ser de ingratitud sino de redención y mi vecino también se merece que lo libere del dolor que lleva arrastrando en su alma desde hace mucho tiempo. Esta vez yo me voy a comportar como una persona compasiva, como hacen todos conmigo. Basta de sufrir. ¿Para qué? Nadie es capaz de aguantar tanto dolor.
En mi mente aparecen un montón de imágenes de toda mi vida. Mi infancia en Gorostiaga. La escuela. Las salidas con mis amigas del pueblo. El momento cuando dije en mi casa que me mudaría a Capital a estudiar Arte. El día que llegué a esta horrible ciudad. La cara de mi vecino cuando me vio entrar al edificio. Creo que se enamoró de mí en ese mismo momento. Lástima que yo nunca sintiera nada por él. Siempre lo vi como un excelente amigo. Agradezco que nunca se me haya declarado, en aquellos tiempos no me sentía capaz de romperle el corazón. También me acuerdo del hijo de puta de Martín. Me enamoré como nunca lo había hecho antes. Me trataba como a una reina, hasta el día que le conté que estábamos esperando un hijo. El muy cobarde desapareció y no lo volví a ver nunca más, ni supe nada más de él. Fue como si se lo tragara la tierra. Muy en el fondo, aún lo sigo amando. Fue muy fuerte lo que sentí por él. Esto hace que sienta asco de mí misma, que me odie.
Mi vecino en cambio siempre estuvo al lado mío. Fue el mejor amigo que tuve y ahora le voy a devolver la paz que perdió cuando murió mi hijita. Él no se merecía pasar por todo esto. Aunque me alejé de él, todavía lo sigo queriendo. Pero el tiempo no se puede volver atrás y debo continuar con la última misión que tengo para cumplir en este mundo.
No me importa lo que piensen de mí después de lo que haga esta noche. Yo sé que es lo mejor para ambos y él va a estar muy agradecido conmigo. Algunos pensarán que me volví loca y en parte tendrán razón. Me consumí por dentro cuando me arrebataron de los brazos a mi hija y enloquecí. Me dejé morir de a poco, no tuve el coraje para terminar con mi vida en esos momentos que no soportaba más. Fue una tortura constante. Pero hoy termina todo. Hoy estoy decidida a terminarlo todo.
Mientras subo por las escaleras del edificio puedo presentir como mis otros vecinos me deben estar espiando y diciendo entre sí “Pobrecita”. Me imagino a él, a Mariano, mi vecino, detrás de la puerta, esperando que llegue para poder verme unos segundos mientras entro a mi departamento.
Si tan sólo pudiera encontrar las condenadas llaves. ¿Por qué? ¿Por qué me pasa esto justo ahora? Quiero entrar a mi casa. Quiero agarrar el revólver y acabar con nuestras vidas. Entonces dejo salir el último llanto.
Trato de calmarme para encontrar las llaves en mi cartera, no vale la pena seguir sufriendo y hacer esta escena. En minutos mi problema va a estar resuelto.
Por fin las encuentro. Entro y voy corriendo a mi cuarto. Busco el revólver y lo tomo entre mis manos. Me dirijo hacia el living y me siento en una silla. Apoyo el arma en la mesa mientras corroboro que tenga balas. Está cargada con las mismas seis balas desde el momento que la compré, hace más de dos años, cuando creí que estaba preparada para suicidarme, pero no lo estaba. Fui una cobarde. Guardé el revólver en el fondo de mi armario a la espera de que algún suceso extraordinario acabara con mi vida, porque yo no tenía las fuerzas para hacerlo por mi cuenta. Pero ahora es distinto. El momento llegó. Me armé de todo el valor que necesito.
Escucho la puerta de mi vecino abrirse. ¿Qué hace? ¿A dónde va a esta hora de la noche? Voy corriendo para observarlo por la mirilla, pero cuando estoy por llegar escucho un golpe en mi puerta. Seguro me vendrá a consolar como lo hace siempre. Me preguntará como estoy, si necesito algo. Si puede hacer algo por mí. Me escuchó, me vio llorar cuando llegué y viene a intentar calmarme y a decirme, ‹‹Ya pasó todo››. Pero yo estoy calmada y pronto va a pasar todo para siempre. Estoy más decidida de lo que jamás estuve en mi miserable vida.
Un segundo golpe a mi puerta me saca del sopor y me devuelve a la realidad. Agarro bien firme el revólver con las dos manos y apunto hacia dónde está mi vecino, parado del otro lado de la puerta. Mi dirijo a abrirle y a terminar con su vida, para luego terminar con la mía.
‹‹Ya es hora››.
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.
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Pila Gonzalez
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