Desde la terraza del Hostel Durrës
puedo ver la Muralla de la ciudad
o lo que queda de ella.
Puedo ver la gran Mezquita
que domina el centro
y te despierta a las cinco de la mañana
con sus alabanzas a Alá.
Si estiro el cuello,
hasta me animo a ver el Anfiteatro Romano.
Dicen que es el más grande de los Balcanes.
Puedo oler la sangre seca
que perdura en la arena
y el grito desgarrador
de los tantos gladiadores y esclavos
que dejaron sus vidas allí.
Lejos de su patria.
Tan cerca de la gloria.
También puedo ver la Plaza Central
con sus aguas danzantes,
la Torre Veneciana
y el nido hecho en la última planta
del edificio más coqueto
de la ciudad de Durrës.
También puedo ver a lo lejos la colina
que alberga una de las mejores vistas.
Comentan los chismosos
de la Lonely Planet
que fue la residencia de King Zog I.
Habrá que creerles.
Puedo ver el mar.
El Puerto
y el atardecer de un martes cualquiera.
Bien podría ser jueves.
Bien, domingo.
En las terrazas los días no tienen sentido.
Puedo ver a la gente salir
de paseo por la rambla,
familias completas,
perros callejeros.
A señores antiguos,
con sacos y chalecos
de tiempos Comunistas,
sudar, mientras juegan al Backgamon
en la vereda
y se comen un Byrec
de carne, cebolla y pimienta.
Puedo ver ojos gigantes
con cejas pintadas a mano.
Moda Italiana de los ’70.
Puedo ver a esa chica
que se vistió para ser contemplada
y puedo ver a ese chico
que sale a la ciudad sólo
para verla caminar.
Puedo ver vendedores ambulantes
ofreciendo tabaco al mejor postor.
Y un niño muy flaquito
ofreciendo su mano sucia
al mejor euro que podamos entregar.
Puedo ver a un hombre arrugado
que se gana la vida pesando gente
con su humilde y diminuta balanza.
Puedo ver a un mendigo insolente.
Por suerte solo uno.
Puedo ver el Mercado de la ciudad
donde decenas de albaneses
montan sus puestitos
de frutas, verduras y especias.
Me puedo ver a mí
recorriendo esos pasillos,
comprando queso de oveja,
aceitunas rellenas
y cerezas
con mi pobre acento italiano.
Puedo escuchar cómo me gritan “Messi”,
nombre con el que me bautizan
en el mundo cada vez que les digo
que soy de Argentina.
Puedo ver en cada cuadra
un bar deportivo donde se apuesta
lo que no se tiene.
Puedo ver las dos bochas de helados
a 50 lekes
que me voy a comer mañana
y puedo sentir el aroma de ese café
recién molido
en el bar de la esquina.
Puedo ver la sonrisa tímida
en la adolescencia de una muchacha
que me vende el pan
todas las mañanas.
Puedo ver el minimalismo
que forman algunos pájaros
en el cielo celeste
sin nubes y luna.
Puedo ver calles que se pierden solas.
Señoras que van de compras en bicicleta.
Beemes y Mercedes
circulando desubicadamente
como si de otro país se tratara.
Puedo ver tradición y modernidad
en idénticas proporciones.
Cifra no menor
en los tiempos que corren.
Puedo ver la cerveza Kruça
que me estoy tomando.
Y puedo ver el libro de Grishman
que estoy leyendo
(Gracias Renzo).
También puedo ver
a mis amigos en Argentina
viviendo mi antigua vida.
Y a mi hermano
intentando una nueva
en la tranquilidad
de un pueblo de provincia.
Puedo ver a Laura,
mi ex novia,
buscando su rumbo
y puedo verme a mí,
en la terraza
del primer y único hostel de Durrës,
escribiendo
estas líneas aburridas.
Este poema pertenece al libro Ciclotimia, publicado en el año 2019.
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Pila Gonzalez
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