Aléjense de Jon de Mount Maunganui

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La situación se había ido de las manos. La diplomacia no resultó como pensábamos y yo estaba a punto de recibir el primer puñetazo de mi vida en la cara. El futuro agresor era una mezcla de Kiwi y Maorí. Un gordo fornido. Manos anchas. Cuello rollizo. Brazos seguros. Avanzaba hacia mí diciendo unas palabras raras en inglés. Mis amigos querían calmarlo, pero él parecía no escuchar o no entender. Estaba obnubilado por lo que yo le había dicho. Se sentía ofendido por mis palabras y no le importaba que yo midiera casi dos metros y estuviera rodeado de cinco personas. Era su tierra, su casa y ningún Sudaka iba a poner en tela de juicio su honor.

Su nombre era Jon. Dueño de la casa que habíamos alquilado por quince días en Mount Maunganui, una ciudad con playa y una montaña en Nueva Zelanda. Nada quedaba de ese buen samaritano que habíamos conocido dos semanas atrás, cuando estuvimos a punto de dormir en la calle. Sus rasgos de salvador se habían convertido en rasgos de asesino serial. Yo no debí hacerlo enojar. ¡Si ni siquiera le entendía cuando hablaba! ¿Por qué carajo le dije, en mi pobre inglés, que el problema era que él nos había robado nuestro dinero?

Mientras avanzaba a los gritos, mi mente se bloqueó. Nunca había estado en una pelea y mi primer enfrentamiento iba a ser con un loco estafador, ex rugbier o caníbal, o las dos cosas, en un país en el fin del mundo.

—Te está diciendo que te va a llevar a la corte.

En ese momento volví a respirar. No me quería boxear, quería resolver el asunto mediante abogados y jueces.

Esas semanas fueron de lo mejor. Playas, caminatas, compra de nuestra camioneta Van Toyota Estima de siete asientos, amigos nuevos, muchos días de sol y mar, escalada al Monte. Pero al principio fue complicado. Cuando arribamos provenientes de Tauranga no pudimos conseguir alojamiento en Mount Maunganui. Todas las plazas hoteleras estaban ocupadas por culpa de un gran evento que se estaba celebrando en la ciudad. Desesperados y como único posible techo un McDonald’s, nos pusimos a buscar algo por Internet. Unos chicos de Chile nos recomendaron, en un grupo de Facebook, que nos contactaremos con un tal Jon.

Mauro y Micaela fueron a hablar con este Jon y una hora después estábamos todos en su camioneta paseando por Mount Maunganui con él como chofer y guía. Parecía un buen hombre. Nos llevó al supermercado para que hagamos las compras y luego nos enseñó la casa. Nos quedamos hablando como dos horas de la vida.

—Qué agradable sujeto —comentamos cuando se fue a redactar el contrato de alquiler por 15 días.

Al rato volvió. Firmamos los papeles. Le pagamos por adelantado las dos semanas y se ofreció a llevarnos a ir a ver a un amigo que tenía un auto para vender. Le dijimos que bueno. Que lo íbamos a pensar y nos dimos las buenas noches. Todo iba perfecto. No dormimos en la calle, si no, en una casa bonita en uno de lugares más lindos de Nueva Zelanda. Pero lo bueno se terminó al día siguiente y Jon mostró sus garras de gato, como lo apodamos.

Primero entró sin golpear. Ok. Era su casa, pero se la estábamos alquilando. Y no sé cómo funcionan las cosas para él, pero creo, y espero no equivocarme que, en casi todo el mundo, el inquilino tiene prioridad y ningún propietario se anda metiendo en la casa que alquila sin permiso.

—Let’s go —dijo.

—¿A dónde?

—¿Cómo a dónde? A ver el auto.

—Ah. Sí. Con respecto a eso —le dijimos—, preferimos esperar y buscar más adelante.

¿Para qué? Su sonrisa se transformó en irá y empezó a los gritos. Como no le decíamos nada, porque no podíamos entender la situación, se fue dando un portazo. Allí cambió todo. La relación se volvió fría y solo cruzamos palabras con él un par de veces en dos semanas. Una cuando nos retó porque estábamos usando mucho Internet. Y la segunda cuando sacamos la basura un día que no correspondía. Lo primero tuvo consecuencias inmediatas; nos cortó el Wi-Fi por dos días. La segunda tuvo consecuencias económicas. En el contrato de alquiler, que por cierto no habíamos leído, porque confiamos en ese “agradable” señor que era Jon, claramente figuraba que, sacar la basura otro día que no fuera el jueves conllevaba una multa de 20 dólares neozelandeses que se descontaría del depósito de 600 dólares neozelandeses que tuvimos que pagar juntos con el alquiler.

Aceptamos nuestro error y lo primero que hicimos a continuación fue leer el contrato detalladamente. Ahí nos encontramos con otro problema. Sin saber cómo, habíamos perdido uno de los dos juegos de llaves que nos dio al principio y eso suponía otra multa de otros ¡200 dólares neozelandeses! porque, supuestamente, tenía que cambiar la cerradura completa.

Pero la gota que rebasó el vaso y, el motivo por el que yo estaba a punto de recibir una citación judicial fue que, una vez que nos fuimos de esa casa se quedó con el Bond (depósito) aduciendo que el televisor estaba roto y que tenía que limpiar las alfombras porque las habíamos manchado. No hubo forma de que nos lo entregara. Incluso cuando le juramos y le recontra juramos que no habíamos encendido ese aparato nunca y que las alfombras estaban así cuando llegamos.

—Está bien —dijo, después de un tiempo—. Vuelvan en unos días y les doy lo que queda del Bond, luego de descontar las multas.

Nos fuimos con un mal sabor de boca. Nos sentíamos estafados y, por ende, una vez ubicados en la ciudad de Katikati, que sería nuestro nuevo hogar por tres meses, empezamos a escribir cosas malas de Jon en los Grupos de Nueva Zelanda en Facebook. Cosas del estilo de:

“Aléjense de Jon de Mount Maunganui”

“No le alquilen la casa que es un estafador”

Y similares. Por alguna extraña razón, Jon leyó esos mensajes en los Grupos y nos llamó furioso. Nuestro abogado defensor fue Maxi, que intentó mediar y calmar los ánimos. Como buen letrado de viajes, consiguió una mediación, que significaba una reunión entre las partes involucradas para el día siguiente.

Allí fuimos todos en busca de nuestro dinero. Jon, como buen charlatán, empezó un parloteo diciendo cosas sin sentido para dilatar el problema. En ese momento se me ocurrió decir algo. Invadido por la impotencia que me daba todo lo acusé de ladrón.

Y así fue cómo empezó y terminó esta historia. Después de bajar los decibeles, de apartarme a un lado, se llegó a un nuevo acuerdo. Él nos devolvería el dinero si nosotros borrábamos los mensajes de Facebook. Aceptamos y quedamos en volver un par de días después por la plata. Volvimos, pero mis amigos decidieron que yo no participaría del encuentro y me dejaron a unas cuadras.

Temían que por fin recibiera una trompada en la cara.

Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

Mis otros libros

La soledad del alma

Pila Gonzalez

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Me gusta lo simple. Juntarme a comer y tener una buena charla con mis amigos, salir a correr, sentarme a leer en un parque, escribir en cuadernos, recorrer lugares caminando. Enamorado de los Balcanes, me autodenomino un catador de cafeterías por el mundo.
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