El pueblo de San Juan de los Arroyos se preparaba para recibir un nuevo domingo. Las viudas, los huérfanos de padres y deudos de familiares fallecidos, se daban cita en el cementerio local. Largas filas de coches, autobuses y personas de a pie se iban acumulando en las cercanías de este lugar de descanso eterno. Los encargados de la seguridad habían dispuesto los molinetes y las vallas para ordenar y, por qué no, controlar a los visitantes. A las nueve en punto se abrirían las puertas y empezarían a desfilar entre llantos y pesares, las personas por los pasillos, tumbas, mausoleos, altares y nichos.
Nadie recordaba en qué momento se había puesto de moda acudir en masa a los cementerios. Aunque a esta altura, no importaba demasiado. La misma historia se repetía domingo tras domingo. Muchas familias preparaban su visita a este lugar como la única salida de fin de semana.
Vestir ropas oscuras no era algo obligatorio, pero sí cultural. Las mujeres lucían los mejores vestidos que pudieran comprar. Los hombres hacían lo mismo con sus trajes y zapatos. Los niños tenían permiso, en este mundo de distinciones, llevar una camisa blanca. Pero eran los menos. Sus padres les compraban desde muy chicos sus trajecitos negros que iban cambiando a medida que crecían. Por este motivo era común que un niño, cuando llegaba a la adolescencia, había pasado por más de veinte trajes distintos. Las familias más humildes de San Juan de los Arroyos iban transfiriendo estos trajes de los hijos mayores a los más chicos. Las familias adineradas competían implícitamente para ver quién vestía el traje más a la moda, lujoso y caro.
Una persona para ingresar al cementerio debía mostrar en la entrada su Carnet de Permanencia que se tramitaba de lunes a jueves, de ocho a doce del mediodía, en el Registro Nacional de las Familias. A su vez, tenía que contar con un Certificado Médico “al día”, es decir, de no más de tres meses de antigüedad, expedido por algunos de los profesionales habilitados por la Comuna de San Juan de los Arroyos. Y por último, y no menos importante, debía comprar la entrada por Internet o en el mismo Registro para cada domingo en particular.
Dependiendo de la semana, estos tickets de ingreso se agotaban el mismo lunes, cuando salían a la venta para el próximo domingo. Es por esto por lo que se tenía que estar preparado con la tarjeta de crédito lista, para los que compran las entradas por Internet o hacer las colas desde la madrugada, en el Registro, a la espera de que empiece la venta, que se producía, por lo general, cerca del mediodía. Nadie quería perderse de estar y llorar a sus familiares fallecidos un domingo, por lo que los lunes eran días muy caóticos y conflictivos por todos los habitantes en la Comuna.
Todos los días 5 de enero se ponían a la venta cien pases anuales que se agotaban en menos de diez minutos.
Por supuesto que existía la reventa ilegal de entradas. Era algo incontrolable por parte de las autoridades. Aunque todos sospechaban que estos revendedores estaban apañados por los funcionarios o eran vendedores encubierto del gobierno mismo. Lo que sí era sabido que, varias veces en el año, se tendría que recurrir a estos sujetos para poder conseguir una entrada.
El momento de mayor caos se producía cuando se daba la orden de que se podía ingresar al cementerio. Se producían corridas, empujones, pesares.
Los llantos se hacían oír con mayor volumen. Esto también era algo que estaba instaurado en la cultura popular. Se creía que cuanto más fuerte se escuchaba el llanto y más afligido, mayor era el dolor que se sentía por el familiar que se iba a visitar. Por esta razón los padres iban educando a sus hijos para que sean buenos y seguros “lloradores” desde chicos. Hasta los hacían practicar varias horas frente al espejo durante la semana.
Pero todo esto cambió un domingo de octubre. Ese día había comenzado como cualquier otro. Sin embargo, algo terrible aconteció cerca de las 10:39 de la mañana. La tragedia invadió el recinto. La segunda planta de la sesión de nichos se desmoronó, dejando bajo los escombros a más de doscientas personas. Niños, adultos y ancianos quedaron enterrados para siempre. La mayoría falleció en el acto. Algunos perecieron más tardes en el hospital. Sólo unos pocos fueron rescatados con vida.
Desde ese día las personas de San Juan de los Arroyos dejaron de ir al cementerio por considerarlo un lugar maldito y volvieron enterrar a sus difuntos en los patios de las casas.
Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.
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Pila Gonzalez
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