Siempre consideré que aquellos que deseaban morirse eran seres desagradecidos de la vida. Sin embargo, hoy puedo afirmar sin ningún pudor ni orgullo perdido que, acallar para siempre esta mente perturbada y sin esperanzas es el único anhelo que me queda.
No existe nada peor que sufrir la soledad del alma. Uno se consume por dentro de una manera tan trágica y fatídica que, en varios momentos, llega a considerar la posibilidad de un suicidio, para así terminar con ese eterno sufrimiento y silenciar de una vez por todas los pensamientos. Ponerle una mordaza al ser interior que nos avasalla con planteos y sentimientos de dolor y pésimas interpretaciones de los hechos ocurridos.
Ni siquiera puedo disponer de este último deseo. Ojalá fuera distinto. Ojalá consiguiera de una vez por todas ponerle fin a una existencia, si es que se la puede referir como tal, que ya no tiene razón de ser. Espero algún día encontrar la paz que creo merecer porque no hice nada tan malo en mi vida para soportar semejante injusticia y padecimiento. Ni siquiera el accidente que me llevó al estado donde me encuentro ahora fue por mi culpa. Lo recuerdo muy bien, al igual que recuerdo los días posteriores sin poder mover un músculo de mi cuerpo. Tal como estoy ahora. Tengo y tuve plena consciencia de todo. Del camión embistiendo de frente a mi auto en el cruce de las rutas 7 y 30. El dolor insoportable después de la colisión. Los gritos de auxilio de las personas que se iban acercando. El lamento ahogado de manera desesperada que no podía emitir. Todo. Cada instante lo tengo grabado.
Me acuerdo cuando llegaron los paramédicos y me subieron a la ambulancia.
‹‹Está inconsciente pero viva. Hay que llevarla urgente al hospital››, decían.
La llegada a la sala de urgencias. Las interminables y maratónicas operaciones para salvar lo que quedaba de mi organismo. Pero sobre todo recuerdo, y es como un puñal clavado en el medio del alma, la interminable, perpetua y solitaria espera. El doloroso y mortal silencio.
‹‹Lamento decirles que entró en estado de coma después de las operaciones y no podemos saber cuándo va a despertar. Sólo les pedimos paciencia y que la acompañen en este difícil momento. ››, decían los doctores a mis familiares.
¡Paciencia! ¿Cómo podían pedir paciencia? Yo sentía todo. Vivía todo, y no podía hacérselos saber.
Sentía las caricias de mi madre, mientras secaba el sudor de mi frente con un pañuelo. Su dulce y tierna voz al decirme que iba a ponerme bien. Cómo olvidarme del llanto desconsolado de mi padre. Nunca en mi vida lo había visto llorar. En ese entonces tampoco lo vi, pero lo sentí. Cómo no pensar en la promesa de mi amado esposo, que me esperaría por siempre. Fue el hombre que elegí para pasar el resto de mi existencia. ‹‹En la dicha y en la enfermedad››, dijo el Padre Julián cuando nos unió en sagrado matrimonio. Él se quedó al lado mío hasta que no aguanto más. Extraño sus ojos. La manera como me miraba. Extraño verlo sonreír.
Cada segundo de mi mísera vida después del accidente lo tengo guardado en un libro dentro mío que quisiera desecharlo, pero, contra mi pesar, no puedo.
No pude moverme. No pude hablar. No pude comunicar que seguía allí con ellos. Que seguía siendo la misma de siempre, aunque notaba que estaba cambiando, que algo se estaba rompiendo.
Era presa de mi propio cuerpo, ahora soy presa de mi mente. Llevo cuatro años muerta. Cuatro años desde que se apagó la luz. En ese tiempo pude comprobar que la peor sentencia para un ser humano es ser condenado a una soledad eterna.
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.
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Pila Gonzalez
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