Perdidos en los campos

¡No me hables, Tronco! Tengo una calentura que vuelo, mirá. Pero esto es culpa mía. Yo sabía en lo que me metía. Pero, no. Igual fui. Cabeza dura que soy. Estoy que no doy más, che. Al final, me fui unos días a los campos a descansar y lo que menos hice fue descansar. Me la pasé renegando todos los santos días.

Te cuento, Tronco. Para desahogarme, mirá. Viste que nos íbamos a pasar unos días a los campos con el Perico y el Chuzo. Bueno. Resulta que salimos el sábado temprano con la fresca. No queríamos que nos agarre todo el calor, así que le encaramos por la Calle 30 ni bien amanecía. No habíamos hecho ni cinco minutos que al Chuzo se le dio por parar que se estaba meando. Bueno, paramos. Pero después, a los cinco minutos otra vez y dale que se meaba. Tiene la vejiga muy chica este perro, no sé. Así nos estuvo parando cada cinco minutos hasta que llegamos a la laguna.

—Estoy marcando de energía las plantitas, Manchitas —me decía.

¡Qué energía ni que ocho cuartos! Un hincha pelotas, nada más. Parece una perra. Bueno, una vez en la laguna nos acomodamos abajo de unos árboles que daban sombra y al Perico se le dio por ir a nadar. Volvió todo picado el boludo por unos bichitos negros, babosos que no se los podíamos sacar del cuerpo. Le ladrábamos, le mostrábamos los colmillos y los vagos ni se inmutaban. No sabes cómo estaba el Perico. Hasta sangre le salía de algunas partes. Pero él como si nada. Encima vio pasar una liebre entre las plantas y la salió a correr. Y eso fue lo último que supimos del Perico en todo el fin de semana, porque no volvió más el hijo de puta. Me dejó, ahí parado, solo con el Chuzo que ya estaba delirando devuelta.

—¿No habrá vida en otros planetas, Manchitas? —me decía tirado panza arriba con un palito en el hocico.

—¡Qué vida en otro planeta ni que mierda! ¡¿Ahora que hacemos acá que no conocemos el lugar ni cómo volver?! —le digo.

—Relajáte, Manchitas. Disfrutá del paisaje. No te alborotés. Amor y paz, loco.

Ya me tenía podrido. Toda la tarde así estuvimos. Yo tratando de encontrar una solución y este vago hablando pavadas todo el tiempo. Cuando vió que estaba atardeciendo me dice:

—Vamos a meditar en la tranquilidad de los campos, Manchitas. Vení, seguíme. Llenémonos de energía.

—A mí dejáme de joder con eso —le dije.

Ni en pedo me metía por los campos solo con este loco.

Y se fue. Vos podés creer, Tronco, que este también me dejó solo. Salió caminando hacia las plantas diciendo no sé qué de los mantras, del cosmos y las estrellas y no volvió más. Desapareció también el guacho.

—Dale, Chuzo. Vení para acá. No te hagas el boludo —le gritaba yo, pero al pedo porque los dos, primero el Perico con la liebre esa y ahora el Chuzo con esa mierda de la meditación, me dejaron más solo que croto malo en el medio de los campos.

Y se me venía la noche, Tronco. Volver no podía porque no sabía para donde era el camino con esa oscuridad que había y encima viste que ando chicato de olfato desde esa vuelta que metí el hocico en un tarro con no sé qué mierda acida. En un momento escucho que alguien me chistaba. Me pegué un julepe que ni te cuento. Me cagué en las patas. Yo estaba recostado abajo del árbol y me había acurrucado con unas ramitas que encontré por ahí. Estaba camuflado, Tronco, para que nadie me viera y de pronto escucho que empiezan a hacer ese sonido que te digo.

—Cric, —al rato, Cric, cric…

Y así sin parar. Esa insoportable.

—¿Quien anda ahí? —salté yo mostrando los dientes y gruñendo como nos enseñó el Capitán.

—Pará que somos nosotros, che…— escucho que alguien me dice.

Yo miraba para todos lados re cagado como estaba, pero manteniendo la postura de firme. Pensaba que era el Perico que me estaba gastando una broma.

—Dale, Perico. Ya me di cuenta que sos vos. No te sigas haciendo el boludo y salí de donde estás —le grito.

Pero el sonido ese seguía retumbándome las orejas y no era de uno, parecía que había de a cientos que hacían ese ruido.

—Acá abajo, boludo. Somos nosotros, los Grillos del Bosque —escucho que alguien me dice.

Miro para abajo y ahí los veo, che. Dos bichitos negros con unas antenas largas que me estaban mirando y que de vez en cuando hacían ese “Cric, Cric”.

—¿Quiénes son ustedes? -les pregunté y me puse firme otra vez, tratando de no demostrar temor.

—Ya te dijimos que somos los Grillos del Bosque. Cuantas veces hay que decirte las cosas a vos. ¿Sos sordo o qué? —me increpa uno.

¿Vos podés creer, Tronco, que existan estos bichos llamados Grillos del Bosque? Yo conocía a las moscas, los mosquitos, las hormigas, las abejas, las garrapatas, las mariposas y para de contar. Pero Grillos del Bosque…

Bueno, como te decía. A todo esto se empezaron a juntar más y más de estos bichitos alrededor mío, todos haciendo ese mismo ruido insoportable.

—¿Y porque hacen ese ruido? —les pregunto, tratando de entablar amistad.

—¿Que ruido? —me dice uno.

—Ese Cric, cric que hacen a cada rato.

—¡Ah, eso! No sé. Si te digo la verdad te miento, che. Yo se lo escuché hacer a mi tío una vez y se me dio por imitarlo.

—Yo también, escuche a mi abuelo…

—Y yo…. mi hermano más grande lo hacía….

—Y yo…

Así fueron saltando uno a uno mientras le seguían metiendo el Cric, Cric entre palabra y palabra. Hasta que se me escapó. Me salió de adentro, Tronco. No lo pude contener. Viste que yo no tengo filtro para algunas cosas y soy medio bruto para hablar.

—¡Ah, pero son pelotudos importantes ustedes! —les dije.

¡Para qué! Como se me pusieron esos bichos, Tronco.

—Pero que te pasa compadrito.

—¿Que a quien te comiste?

—Vení y paráte de antenas que te doy una y cosas por el estilo me empezaron a gritar.

Estaban como locos esos bichos de mierda.

Me tuve que ir rajando de ahí porque me linchaban, Tronco. Decí que tienen patas cortas y no me pudieron alcanzar, que si no… No te la cuento viejo.

Y ahora me voy rajando devuelta porque me cago y tengo unas cositas que hacer, jeje. Después te sigo contando el resto y lo que me pasó esa noche después del incidente con estos bichos.

Chau, Tronco. Saludos a la Panchita.

Pila Gonzalez

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Me gusta lo simple. Juntarme a comer y tener una buena charla con mis amigos, salir a correr, sentarme a leer en un parque, escribir en cuadernos, recorrer lugares caminando. Enamorado de los Balcanes, me autodenomino un catador de cafeterías por el mundo.
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