En Japón lo extraño es uno, por más extraño que parezca. Los trenes viajan repletos de gente que lo hace en silencio y estresada. Sólo posan la vista en libros o en las pantallas de celulares estrambóticos. Los adultos miran dibujitos animados que lo llaman Animé o leen historietas que la llaman Manga. Está prohibido hablar por teléfono mientras se está en el vagón. Es una falta de educación y consideración para con el prójimo. Y si bien, no son católicos, parece que todos respetan esta norma.
Los transporte públicos siempre, pero siempre, llegan puntuales a su destino a cualquier hora del día. Los retrasos y la vergüenza son dos monedas con una misma cara, al igual que la paciencia y la cordialidad. Todos son amables. Todos los japoneses y cada uno de ellos saben reverenciar en cualquier idioma. Es su forma de decirte hola, chau, gracias, perdón, y de mostrarte su respeto. Por esto cuesta imaginar que no hace mucho tiempo fueron feroces guerreros samuráis e implacables soldados en las guerras contra China y Corea. Ese tiempo pasó, creo pensar. Me autoimpongo esa creencia. Pero la fanática obediencia al sistema y su cultura milenaria me hacen dudar de esto. ¿Serían capaces de masacrar otra vez Manchuria? La generación actual, ¿estaría dispuesta a sacrificarse al estilo hollywoodense en un Pearl Harbour otra vez si se lo pidieran sus líderes? No lo sabemos. O, ¿serían capaces de clavarse una daga en el pecho por deshonor?, tampoco lo sabemos.
Dentro de esta cultura metódica y multitudinaria conocí a Isamu Kato, el japonés más bostero del mundo. No le dio vergüenza abrirse paso entre las miles de personas que estaban en el famoso cruce de Shibuya para acercarse a mí.
—¡Bostero soy y Boca es la alegría de mi corazón! —.
Cantaba en el silencio de la media mañana de Tokyo, ante la atenta mirada de todos, en el lugar más concurrido de la ciudad y quizás del mundo.
Yo vestía una campera deportiva de la Selección Argentina de fútbol. Era el único abrigo que llevaba en mi equipaje y con lo único que contaba para paliar el intenso frío del invierno japonés. Quizás fue esa campera, o mis rasgos occidentales, o mi caminar argentino o mis casi dos metros de altura los que me delataron en el medio de ese enjambre humano. Yo estaba empezando un viaje que se iba a extender por gran parte de los países asiáticos, y Japón inauguraba este recorrido. Y Tokyo era la primera ciudad que estaba visitando en el país. E Isamu era el primer contacto genuino con la cultura nipona. Aunque yo no paraba de preguntarme (y lo sigo haciendo) si estaba ante la presencia de un japonés tradicional. Mis posibles respuestas eran (y son) contradictorias. Estas dudas se presentaban porque Isamu estaba vestido de pies a cabeza con los colores del Club Boca Juniors.
A saber: gorrito piluso con flecos de lana azul y amarillo; campera y pantalón de entrenamiento del club de la ribera: remera azul Nike con la pipa amarilla; mochila de la cual sacó una réplica en miniatura del tamaño de un toallón de la famosa bandera que, domingo tras domingo, La 12, la barrabrava, despliega en la Bombonera con la leyenda que reza : “Podrán imitarnos pero igualarnos jamás”.
Pero lo que más llamó mi atención fue su extroversión Argentina. Era un japonés convertido al argentinismo. El “che”, el “boludo” eran palabras que conectaba en su casi perfecto idioma Castellano.
—¡Argentina Argentina! —gritaba Isamu mientras me saludaba con un beso en la mejilla y me daba un afectuoso abrazo, ante la estupefacta mirada de una pareja de chicos japoneses que usaban barbijo contra el contagio de enfermedades, la polución y los extranjeros.
A todo esto, Isamu ya había ganado la estatua de Hachiko, el famoso perro que esperaba todos los días en la estación del tren de Shibuya a su mejor amigo humano mientras éste iba a trabajar. La estatua lucía en su cabeza el gorrito que antes estaba usando nuestro nuevo amigo e Isamu pedía a los gritos “¡foto, foto!”. Quería retratar ese momento, mientras me llamaba cariñosamente “gallina” como si fuéramos dos amigos que se conocían de toda una vida.
Yo tomé la foto y fui yo quien guardo en el teléfono su contacto de Facebook. Pero fue Isamu Kato, el japonés más bostero del mundo, al que vi perderse entre la masa de gente de la misma forma que llegó: agitando su brazo, y cantando canciones de la hinchada Argentina de Boca Juniors.
—¡Las gallinas son así, son las amargas del mundo entero…!
Pila Gonzalez
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