Mario apuró el paso cuando oyó las diez campanadas en el reloj de la torre de la plaza del puerto. Estaba llegando tarde a la reunión que iba a definir el futuro de su familia. Intereses muy fuertes estaban en juego en ese encuentro, él lo sabía muy bien. Cuando llegó al restaurante de la cita, divisó en el estacionamiento, los autos pertenecientes a los dos hombres que lo estaban esperando adentro. Odiaba ser impuntual. Consideraba que la puntualidad era su mayor cualidad, pero una serie de hechos desafortunados habían acabado por retrasarlo diez minutos, y eso para él era inaceptable.
Lo primero que hizo al llegar a la mesa fue presentar sus disculpas por la tardanza sin dar demasiados detalles de lo ocurrido. Sólo los comentarios de rigor.
—Acá estamos los tres. ¿Por dónde empezamos? —dijo Carlos.
—Por qué no vamos al grano sin tanto preámbulo, así terminamos de una buena vez este asunto —dijo Roberto.
—No podría estar más de acuerdo —afirmó Mario.
Un mes atrás, Mario pensaba que tenía la mayor parte de su vida programada y controlada. Mujer, hija, perro, auto, casa, negocio propio y una vida social aceptable hacían que no tuviera demasiadas preocupaciones. Pero ahora todo eso se había esfumado de la noche a la mañana. Su mujer se enamoró de otro hombre y le pidió el divorcio. Para Mario fue un golpe en lo más hondo de su ser. Los primeros días andaba desorientado. Deambulaba por la casa sin saber bien qué hacer ni a dónde ir. Hasta que al fin decidió que lo mejor sería cortar todo este asunto de raíz y comenzar una nueva vida, esforzándose por olvidar lo acontecido. Iba a ser difícil, pero tenía la voluntad, por lo menos, de intentarlo. Puso en venta su parte del negocio, el que compartía con su exmujer, no quería tener ningún contacto con ella y planificó un viaje por el sur del país. Pero esa noche lo que importaba era otra cosa.
La reunión se había acordado tres días antes. El lugar de encuentro lo habían elegido los otros dos hombres. A Mario no le importó que fuera el mismo restaurante, donde tiempo atrás había comenzado todo su tormento. Quería terminar cuanto antes con este asunto, para empezar con su cambio radical de vida y le daba lo mismo cualquier restaurante de la ciudad.
—¿Qué pensás hacer ahora con tu vida Mario? —dijo Carlos.
—Creo que eso es problema mío.
—Es problema de todos, ¿no te parece? —dijo Roberto.
—Lo que a ustedes les concierne es otra cosa. Lo que haga con mi vida personal no les importa.
—Eso está claro Mario, pero sos mi hijo y me preocupa tu futuro —dijo Carlos.
—¿Qué te preocupa papá? ¿Qué me pegue un tiro? No le voy a dar el lujo a esa prostituta.
—¿Podemos hablar con respeto Mario? —dijo Roberto. Esa que vos llamas “prostituta” es mi hija. Me duele enormemente lo que está pasando. Sabes todo el aprecio que tengo para contigo.
—Bueno. Me pueden explicar bien de qué trata todo esto. Algo me imagino, pero quiero escucharlo de sus bocas. No creo que nos hayamos reunido para hablar de cómo me siento.
—Hijo, lo que nos preocupa con Roberto es qué va a suceder con Clarita.
—¿Qué va a pasar con mi hija?
—Se comenta que te querés mudar al sur —se adelantó Roberto.
—¿Qué los inquieta más? ¿Qué me la lleve conmigo o que se sepa la verdad?
—Las dos cosas —dijo Roberto sin inmutarse.
Mario miró a su padre y éste asintió a la afirmación de su consuegro. Sabía que había venido para hablar de este tema en particular. De la situación de su hija. Pero la pasividad de Carlos lo desconcertó un poco. Habían pasado ocho años del hecho que cambió su vida para siempre. En esa época llevaban un año de casados con su esposa y habían decidido tener un hijo. Estuvieron un tiempo intentando concebir, pero no podían. Habían visitado a varios médicos y especialistas y todos habían dicho lo mismo. No existía ningún problema, sólo debían seguir intentando. También recurrieron a curanderos, manosantas, chamanes y todo lo que se les ocurrió. Ya se estaban por rendir cuando Adriana le anunció una tarde de otoño que había quedado embarazada.
—Era la ansiedad —decía su suegra.
—Fue gracias a ese curandero que les recomendé —opinaba su madre.
Pero Mario sabía muy bien que su mujer había quedado embarazada gracias al complejo vitamínico que le había recetado uno de los especialistas que visitaron, y que él se empecinó a que tomara todas las noches antes de acostarse y duplicara la dosis cada vez que hacían el amor.
Los preparativos para el nacimiento no le dejaban tiempo para nada más. Se encargó de acondicionar el cuarto del bebé y de hacer algunas reparaciones menores en la casa. Acompañaba a su mujer cada vez que iba a hacerse los controles. Quería corroborar él mismo la evolución del embarazo. Se encargaba de los quehaceres domésticos, y no dejaba que su esposa haga nada porque quería que sólo se dedicara a descansar.
Llegando al séptimo mes de embarazo les comunicaron que, dada la condición que presentaba el mismo, se iba a tener que practicar una cesárea. Mario se inquietó un poco, pero su madre lo consoló.
—Hijo, vos también naciste por cesárea y mira lo lindo y sanito que sos.
Aunque la ansiedad de Mario disminuyó un poco después de la charla con su madre y de la charla con el médico, al que fue a visitar una tarde sin que Adriana lo supiera, para que le contara todo sobre cómo se practicaría la operación y los posibles riesgos. Igual siguió buscando información y estadísticas en internet sobre este tipo de parto. Tenía tantos datos que cualquiera hubiera pensado que estaba capacitado para atender la operación él mismo.
Los nueve meses pasaron muy rápido y allí estaba Mario junto a sus padres y sus suegros en la sala de espera de la clínica, esperando que terminara la cesárea que traería al mundo a su pequeña hija. Clara era el nombre elegido de común acuerdo con su esposa. Sólo Clara, sin segundos nombres. Y tendría el apellido de ambos.
La operación llevaba más tiempo de lo que el médico les había dicho y Mario se empezaba a impacientar. Caminaba por el pasillo, se asomaba por el vidrio de la puerta intentando ver algo, interrogaba a cualquier persona que pasaba con un ambo por la clínica. Fue un par de veces a la recepción para preguntarles qué estaba pasando.
—¿La Familia Quiroga? —preguntó una enfermera que estaba asistiendo el parto.
—¡Si, acá! ¡Yo soy el marido!
—La operación está complicada, es por eso que se está demorando.
—¿Cómo que se complicó? ¿Qué está pasando? —dijo Mario desesperado.
—Por el momento es todo lo que les puedo decir —dijo la enfermera y se retiró.
Mario se derrumbó en una silla. ‹‹ ¿Cómo que se complicó? ››, se repetía para sí. Su madre y su suegra lo trataban de consolar. Su suegro se sentó en una silla tratando de acompañar este momento como podía. Carlos se paraba y se sentaba. Caminaba por el pasillo y volvía al lado de su familia. La espera se había hecho insostenible. Todos se miraban entre sí buscando algún tipo de explicación sin encontrarla. El único que miraba el piso, con los brazos apoyados entre sus piernas y la cabeza colgando era Mario. Fue en ese momento cuando Carlos se paró de golpe, sobresaltando a todos. Caminó en dirección a la salida de la clínica. Todos se quedaron mirándolo sin intención de detenerlo ni de acompañarlo. Estaban adormecidos por la última noticia.
—Roberto, acompañame —fue lo único que dijo antes de perderse de vista.
Roberto obedeció a su consuegro, sin entender que estaban haciendo. Ambos hombres desaparecieron de la vista de todos.
Los minutos pasaban y no había noticias del parto, de Carlos ni de Roberto. Las enfermeras iban y venían, pero no se detenían para informar nada. Un doctor se asomó por la puerta y Mario y su familia se pararon esperando lo peor. Pero llamó a otra familia que también estaba en la sala de espera y los hizo entrar. La madre de Mario quiso decir algo, pero las personas y el doctor ya habían entrado. En ese momento volvió Roberto sonriendo, con lágrimas en los ojos.
—La operación fue todo un éxito, me acaban de informar en la recepción. Clarita está muy bien, y está sanita. Adriana se está recuperando. La trasladaron a una sala común.
La alegría de la familia era inmensa. Mario se dirigió a su suegro y lo tomó de los brazos.
—Quiero verlas —le dijo con la voz entrecortada.
—Podes ir a ver a Adriana. La llevaron a la habitación, es la 214 en el segundo piso. A Clarita la llevaron para hacerle unos controles, pero no te preocupes que tu padre fue con ellos para vigilar que todo salga bien.
Mario salió corriendo y subió por las escaleras. Cuando llegó a la habitación donde estaba su esposa la encontró durmiendo como se imaginaba. La besó, le acarició la cara, acercó una silla hasta la cama y se quedó sentado tomándole la mano. Al rato llegaron sus suegros y su madre. Todos estaban felices y ansiosos por conocer a la bebé. Una enfermera entró, saludó a todos y le tomó la presión a Adriana. Luego se retiró. Roberto le dijo a Mario si quería un café y Mario asintió. Le hizo el mismo ofrecimiento a su esposa y su consuegra pero estas no aceptaron. Cuando volvió a la habitación con el café para Mario el ambiente era otro. Las mujeres estaban sonriendo y Mario se encontraba más relajado.
—Roberto ¿a dónde fueron con mi esposo?
—Le prometí a Carlos que no diría nada de lo que pasó.
—Dale Roberto, dejate de hacer el misterioso con nosotros —lo retó su mujer.
—No. De verdad que no puedo decir nada.
—Roberto —dijo su esposa alargando la última letra y mirándolo por encima de sus anteojos.
—Está bien. Pero Carlos no se tiene que enterar nunca que yo les conté.
—Escuchame Roberto —dijo Mario mirándolo fijo a los ojos—. ¿Dónde está mi padre?
—Carlos quiso ir a rezar a la capilla de la clínica.
—¡¿Carlos en una capilla rezando?! —dijo su consuegra incrédula—. Si fue toda su vida ateo.
—Por eso me pidió a mí que lo acompañara y le enseñara a rezar.
—La verdad que no lo puedo creer.
—Yo tampoco —dijo Mario sonriendo.
—Dejenlo al pobre tranquilo. Un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa. Voy a ver si todo está bien y vuelvo.
Cuando estaba por salir entró Carlos con Clarita en sus brazos.
—Les presento a la nueva integrante de la familia —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
Los días posteriores pasaron muy rápido para Mario. Estaba todo el día en la habitación con su hija y su esposa, admirando al que consideraba, el más hermoso bebé del mundo. No le molestaba levantarse en las noches cuando Clara se despertaba llorando. Le encantaba pasar tiempo a solas con su hija, hablándole y cantándole canciones que él inventaba.
El viernes siguiente al nacimiento, fue invitado por Carlos y su suegro a comer a un restaurante italiano que se había inaugurado en las afueras de la ciudad.
—Es una cena de machos —le dijo su padre para convencerlo de que deje por unas horas a su hija y a su mujer.
Mario aceptó de mala gana, pero comprendió que necesitaba salir a tomar un poco de aire después de nueve meses agitados.
Una vez en el restaurante, ordenaron la comida y empezaron a hablar de Clarita. Mario percibía que algo raro pasaba con su padre y su suegro, los notaba ausentes.
—¿Qué pasa? Los noto perdidos a ustedes dos. ¿En qué andan?
—Mario —se adelantó Carlos—, lo que te vamos a contar con Roberto es fuerte, pero creemos que sos el único que debe saberlo. Antes de que hablemos tenés que prometernos algo. Vamos a hacer un pacto entre los tres y nunca diremos una palabra a nadie de lo que se hable en esta mesa.
Mario los miró desconcertado y no supo bien qué decir.
—Papá me estás asustando. ¿Qué pasa?
—Primero el pacto de silencio Mario —dijo Roberto.
—Está bien. Prometo no decir nada, pero hablen de una vez, por favor.
—La verdad es que no sé por dónde empezar. Lo estuvimos ensayando con Roberto, palabra por palabra, pero ahora no me sale ninguna. Antes que nada, quiero que sepas que no somos malas personas. Lo que hicimos, lo hicimos por amor y por desesperación.
Mario vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas a su padre y quiso hablar, pero Roberto lo agarró del brazo y se llevó la otra mano al corazón.
—Es sobre Clarita, hijo. El parto no salió bien. Tuvo sus complicaciones. —hizo una pausa interminable y la voz se le quebró—. Los doctores nos dijeron que la chiquita no lo había logrado.
—¡¿Qué?! —gritó Mario.
—Bajá la voz hijo y escúchame lo que te digo. Por favor calmate.
—¡¿Que me calme?! ¿Cómo me podés pedir eso? ¿Qué pasó en la clínica ese día? ¡Hablen por favor!
—Roberto y yo sobornamos al doctor que atendió a Adriana en el parto… Cambiamos a la nena por otra.
—¡¿Qué hicieron qué?!
—Ahora dedicate a tu mujer y a tu hija que nosotros manejamos lo otro. No te preocupes por nada. La verdad no tiene por qué saberse nunca si los tres hacemos un pacto de silencio y desde este preciso momento juramos no volver a hablar del tema.
Mario miró a los ojos a su padre y no pudo contener las lágrimas. Miles de pensamientos se le pasaron por la cabeza en ese instante. Miró a su suegro y éste le devolvió una mirada fría.
—¿Qué decís, Mario? —dijo Roberto.
—No puedo… No sé qué decir. No sé… —dijo llorando—. ¿Y qué hay de Adriana?
—Ella no se debe enterar nunca. No lo soportaría.
‹‹ ¿Y qué hay de mí? Tampoco lo soportaré››, pensó Mario, pero no lo dijo. Estaba muy angustiado.
—Hijo, era lo único que podíamos hacer.
—¡¿Lo único?! ¡¿Ustedes se volvieron locos?!
—Mario. Calmate por favor. Pensá en tu futuro. Pensá en Adriana. Pensá en Clarita —dijo Roberto.
Mario se quedó mirando la nada por varios minutos. No sabía lo que tenía que hacer en ese instante. No pudo imaginar nada. No logró pensar en nada.
—Es lo mejor para todos, hijo. No queríamos que se arruine nuestra familia.
—Está bien —dijo después de una larga pausa y pronunciando las dos palabras que más les costó decir en su vida.
A la semana del encuentro todavía estaba perturbado, y este sentimiento se transformó en miedo. Fue hasta la clínica para hablar con el doctor, pero la recepcionista le informó que no trabaja más allí y que no le podía dar más datos. Intentó buscarlo por su cuenta, pero era como si se lo hubiera tragado la tierra. Había desaparecido y nadie sabía nada de él.
***
—Mario, recordá que hicimos un pacto hace ocho años atrás, en esta misma mesa —dijo Carlos.
—Cómo olvidarlo.
—Y bueno, ¿qué vas a hacer al final?
—Me voy a ir unos días al sur, como bien les contaron sus informantes. Me voy a alejar un tiempo de todo esto. Quédense tranquilos, no me voy a llevar a Clarita a ningún lado. El pacto que hicimos será respetado por mi parte hasta que me muera.
Dicho esto, Mario se levantó de la mesa y salió caminando hacia la puerta del restaurante. Se frenó. Miró de nuevo a su padre y a su suegro y se marchó por donde vino, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Palpó el arma que llevaba guardada en el cinturón del pantalón. No se atrevió a matar a esos monstruos porque comprendió que al hacer el pacto él se había convertido en lo mismo. En el mismo ser abominable que eran su padre y su suegro.
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.
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Pila Gonzalez
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