La última oportunidad

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Corría el mes de las elecciones cuando Héctor sintió esa sensación de cosquillas en la panza. Hacía mucho tiempo que no le pasaba algo semejante. La esperanza de un futuro mejor se avecinaba. Era el momento más ansiado de su vida, aunque él imaginaba que vendría algo mucho mejor. Tenía la ilusión que sería un nuevo comienzo, y lo que estaba por ocurrirle cambiaría su vida para siempre.

A la hora señalada en su meticuloso plan, varias veces ensayado y repasado hasta el último detalle, comenzó a vestirse para la ocasión. No le gustaba ponerse ese estilo de ropa, pero el acontecimiento se lo exigía, o por lo menos lo ameritaba. Buscó unos zapatos guardados en el cajón inferior de la mesa de luz que hacía años que no usaba. Eran negros como el cinto que se pondría. Tenía que estar en todos los detalles. Más despierto que nunca. No podía fallar si quería lograr su cometido.

Se dispuso a lustrar los zapatos como tenía previsto, cuando, de pronto, las piernas se les empezaron a aflojar. Su cabeza empezó a dar vueltas. El piso de su habitación se le movía. No podía mantenerse en pie. Su cuerpo pesaba más de lo normal. Sintió que se desvanecía. Lo último que recordó antes de desmayarse fue que se había olvidado de planchar la camisa.

‹‹No vayas››, escuchaba una y otra vez en su cabeza. ‹‹Es una locura››, se repetía.

Su mente irracional se resistía a estos pensamientos y hacía fuerza para vencerlos.

‹‹ ¡Es la última oportunidad que tengo en esta vida! ››, gritaba consternado para sí. ‹‹ ¡Es la última! ››.

Trató de buscar una frase que fuera lo más compasiva, sensible y a su vez, fatal, para convencer a su lado racional, pero solo encontró un grito lastimoso que lo devolvió en sí.

‹‹ ¡Definitivamente, es la última! ››

Cuando abrió los ojos la habitación estaba toda oscura. Se dirigió hasta el interruptor y corroboró que la luz estaba cortada.

‹‹No va a ser fácil. No me la van a hacer fácil. Situaciones como éstas ocurren sólo una vez en diez millones de vidas››, pensaba Héctor mientras trataba de conseguir algo para iluminar la habitación.

Se dio cuenta de su cansancio. No había dormido mucho la última semana. Desde que le llegó la noticia, no pudo relajarse ni un segundo, analizando todas las posibilidades. Pero no sólo sentía su físico agotado, estaba cansado de su vida, de su constante pesar. Sus interminables horas en el trabajo, frente a un ordenador antiguo, cargando datos inútiles como un autómata diez horas por día lo fueron consumiendo de a poco sin que él se diera cuenta.

Pasó mucho tiempo desde aquel día. Había sufrido lo suficiente para dejarse morir, pero resistió solo, abandonado a su mala dicha. La vida tiene momentos buenos y malos, es un constante equilibrio, sin embargo, para Héctor, desde ese fatídico día, la vida se detuvo. Vivió los últimos veinte años en piloto automático. De su casa al trabajo. Del trabajo a su casa. Sin derramar una lágrima. Tratando de sobrevivir. En ese tiempo perenne, se enteró de casualidad de la muerte de su madre, ya que lo leyó en el periódico local.

La habitación volvió a iluminarse. Héctor, que se había acostumbrado a la oscuridad, comenzó a sentirse débil otra vez. Logró sentarse en la cama antes de sufrir una recaída. Esta vez no se desmayó, sino que se dejó caer despacio hasta apoyarse en el suelo. Observó sin apuros su cuarto, tratando que sus ojos se vuelvan a habituar a la claridad y pudo contemplar una cama individual con una pequeña mesa de luz a la izquierda; un ropero de dos puertas que no combinaba con nada; y una solitaria silla apoyada contra la pared que oficiaba de perchero para la ropa del trabajo —unos jeans gastados y una chaqueta marrón de gabardina pasada de moda desde siglos atrás—. Ése era todo su hogar. Era el lugar que había elegido para pasar sus últimos miserables años. Solo. Después de aquel fatal acontecimiento que marcara su existencia para siempre, no quiso saber nada más. Intentó borrar todo su pasado y se recluyó en una pequeña pensión oculta dentro de la gran ciudad, ubicada en el Pasaje Apóstol Santiago al 312.

Con dificultad logró incorporarse apoyándose con ambas manos sobre el horrible respaldo de la cama. Sus sentidos volvían a la normalidad, aunque su brazo izquierdo estaba adormecido.

‹‹ ¿Por qué no me agarró un paro cardíaco ese maldito día?, o mejor, ¿Por qué no me atropelló un colectivo? Hubiese sido una muerte digna, incluso romántica ¿Por qué me tiene que pasar todo esto justo ahora? ››

Sin perder más tiempo y no haciéndole caso al dolor en su brazo, decidió hacerse cargo de su vida de una vez por todas. Se paró rápido, sin temor de volver a caerse. Agarró la camisa del ropero y empezó a plancharla sobre la cama, rogando que no se cortara la luz otra vez. Lustró con mucho detalle y cuidado sus zapatos, tomó la billetera del cajón de la mesa de luz, se puso el reloj pulsera y salió directo hacia la calle, sin dudar un instante.

Un golpe de calor y extrema humedad lo recibió cuando empezó a caminar por las veredas porteñas. Aminoró la marcha porque no quería llegar transpirado al lugar donde se dirigía. Sacó un chicle del bolsillo de su pantalón y comenzó a masticarlo. La valentía que lo había invadido hace unos instantes se le estaba esfumando del cuerpo. Se frenó para recuperar el aire. Estaba agitado. Durante unos segundos estuvo tentado de abandonarlo todo, pero recordó los años de soledad y volvió a avanzar con pasos firmes hacia su destino. El ruido de la ciudad era ensordecedor, pero Héctor no lo percibía. Estaba concentrado en su cometido.

Llegó hasta la esquina de Corrientes y Pueyrredón y allí lo divisó. El bar del encuentro. Sólo lo separaba de él una cuadra. Se detuvo y miró hacia todos lados. Trató de esforzar la vista para ver hacia el interior del bar y no pudo divisar nada. Esperó que el semáforo se pusiera en verde, pero no se animó a cruzar.

Se acercaba la hora establecida para el encuentro y Héctor seguía parado en la esquina, a metros del lugar donde se rencontraría con su pasado, veinte años después y una vida de distancia.

Entonces comenzó a recordar aquella tarde. Sabía de memoria cada detalle de lo ocurrido. Su cara. La situación. Cada palabra dicha y cada silencio. Recordaba cómo ella le decía que había llegado el momento de continuar caminos distintos. Sus padres se mudaban a España por la crisis y se la llevaban. La raptaban de su corazón. Ella no quería una relación a distancia, con un océano de por medio. Decía que era mejor cortar por lo sano y evitar un sufrimiento mayor al que ya estaban padeciendo. Se repitieron también en su cabeza sus súplicas desesperadas de aquel día, el ardor en el estómago, la inestabilidad de sus piernas. Hubiera hecho cualquier cosa por ella. Cualquier cosa por retenerla. Le rogó que lo esperara, ¡por Dios que lo esperara! Pero ella lo tomó de las manos, con los ojos llorosos, y pronunció aquellas simples y frías palabras: ‹‹Adiós Héctor, hasta siempre›› y se marchó.

Después de eso su vida se convirtió en una desolada rutina. Vivió en una resignación perpetua. Sin embargo, esa forma de vivir, su padecimiento eterno, la soledad en su alma, llegaba a su fin. A partir de hoy su existencia cambiaría por completo. Ella había vuelto. Iban a reencontrarse después de tanto tiempo y serían felices como lo fueron en sus años de adolescencia. Tendrían hijos y formarían una hermosa familia, lo que él siempre había soñado, olvidándose del pasado y comenzando una nueva vida. Juntos.

Su reloj le marcó que sólo faltaban cinco minutos para la cita. Cinco escasos minutos. ¿Qué son cinco minutos en veinte años?

Volvió a mirar hacia el bar y, por un instante, creyó haberla visto. ¡¿Era ella?! Su forma de caminar. Su impronta. Su belleza. Su sentido de la orientación ¡Tenía que ser ella! Su único amor, a menos de cien metros de distancia y a toda una vida de diferencia. A toda una vida de experiencias. De momentos e instantes. Días felices para ella, días tristes para él. Muchos días tristes. De veinte años de desasosiego. De penurias. De soledad. De desconsuelo. De abatimiento. De depresión. De aislamiento. De melancolía. De nostalgias. De rutina. De desamparo. De miseria. De agobio. De abandono. De pesar. ¡Veinte años de su vida!

Entonces, sin volver a dudarlo, empezó a caminar muy lento hacia su destino. De regreso, en dirección a su cuarto de pensión en el Pasaje Apóstol Santiago 312. De vuelta hacia su vida. En todo este tiempo había aprendido que la soledad era su forma de vivir, y la forma que había elegido para morir.

Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

La soledad del alma

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Pila Gonzalez

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Me gusta lo simple. Juntarme a comer y tener una buena charla con mis amigos, salir a correr, sentarme a leer en un parque, escribir en cuadernos, recorrer lugares caminando. Enamorado de los Balcanes, me autodenomino un catador de cafeterías por el mundo.
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