En la tranquilidad de su oficina la enfermera tomó el teléfono celular de su bolsillo y marcó un número que se sabía de memoria.
—Hola… Si… ¿Qué tal?… Sí, es nuevo acá… veinte años aproximadamente, es sano… Sí, es espático… Nos encontramos el sábado en el mismo lugar de siempre.
Al concluir la breve charla se puso a llenar unos papeles que tenía arriba de su escritorio como si ésta nunca hubiera ocurrido.
Mientras tanto, en el patio, la realidad presentaba un panorama muy diferente. Gritos, llantos, insultos, corridas. Hugo no lograba escapar del acoso y agresión de los demás internos. Arrastraba un pie y tenía un brazo paralizado. Intentaba alejarse, pero lo seguían, insultándolo y denigrándolo. Estaba llorando y les pedía por favor que se alejaran de él, que lo dejaran tranquilo. Fue en ese momento cuando Manuel decidió entrar en acción.
—¡Métanse conmigo si tienen huevos! —les gritó—. ¡Déjenlo en paz! ¡Mándense a mudar, carajo!
Había observado la situación y no pudo aguantar más. ‹‹Alguien tenía que hacer algo››, pensó. Aunque trataba de pasar desapercibido todo el tiempo, ellos habían culminado su paciencia. Los agresores se encogieron de hombros y salieron corriendo, mirando, cada tanto, de reojo a Manuel. Quedaron solos en el patio. Hugo se acomodó la camisa que se le había salido del pantalón en el intento de escapar.
—Gracias —dijo recuperándose como podía—. Sos muy amable.
Manuel lo miró de arriba abajo un breve instante, estudiándolo. Después del incidente cinco años atrás se había vuelto demasiado desconfiado para su gusto.
—¿Vos sos nuevo acá, no?
—Sí. —respondió Hugo.
—¿Hace cuánto que llegaste?
—No… no recuerdo bien —. Terminaba de acomodarse del altercado y miraba por primera vez a su salvador—. Una o dos semanas.
—¿Tenés familia?
—No —Hugo miró sus pantuflas, que le quedaban un tanto grandes. Nunca en su vida había podido mantenerle la mirada a nadie.
—¿Qué edad tenés?
—Veinticuatro.
—¿Cómo te llamas?
—Me llamo —dudó un instante—, me dicen… Hugo.
Manuel Méndez era una persona muy respetada en el edificio. Llevaba un lustro internado. Después de matar a su esposa de treinta y nueve puñaladas, al encontrarla con otro hombre en su propia cama, la justicia lo declaró insano. En su antigua vida, como le gustaba decir a él en las reuniones grupales a la que asistía todos los sábados por la tarde con la doctora Flores, había sido un empleado administrativo de una compañía de seguros muy prestigiosa. Su metro noventa de estatura y el pelo corto, casi rapado, negro como sus ojos, le hacían parecer un jugador profesional de baloncesto. Tenía nariz puntiaguda y una sonrisa muy agradable. Desde que llegó al manicomio siempre se lo veía con un tablero de ajedrez bajo el brazo. Por las tardes jugaba solo en el patio debajo del mismo árbol. Por las noches leía mucho en su habitación. Por decisión propia, ya no tenía amigos. Sin embargo, tenía una buena relación con el director del instituto y no perdía la ocasión de librar duras batallas ajedrecísticas contra él. También tenían largas charlas. Hablaban de política, de fútbol, de libros. Era en la única persona en la que confiaba.
A menudo tenía ataques de histeria y gritaba sin ninguna razón: ‹‹ ¡Puta, sos una puta! ¡Te odio hija de puta! ››. Los enfermeros y ayudantes se veían obligados a sedarlo con tranquilizantes potentes que lo hacían dormir hasta catorce horas. Manuel era muy fuerte y se resistía hasta el último aliento. Cinco personas eran necesarias para dominarlo, y otra para sedarlo. Por este motivo tenía las muñecas y los brazos siempre lastimados y vendados.
Manuel vigilaba a Hugo todas las tardes desde que éste llegó. Veía como intentaba, sin prisa, caminar alrededor de una hora por el patio y luego se sentaba solo, mirando al cielo, como intentando buscar algo. Notaba como Hugo siempre estaba dispuesto a ayudar en las tareas diarias dentro de lo que sus limitaciones físicas le permitían y además era muy gentil con sus cuidadores. Le había tomado cariño aún sin conocerlo en profundidad.
‹‹Debe ser un buen chico››, pensó una tarde mientras movía el alfil blanco haciéndole jaque al rey negro.
Por eso, ese día se enojó mucho cuando un grupo de internos lo empezaron a molestar y a insultar. Tomó su tablero de ajedrez debajo del brazo y los encaró. Manuel era temperamental, pero también era muy inteligente y perspicaz.
—Decime Hugo —dijo, mientras lo ayudaba a sentarse en un banco del patio— ¿Cómo llegaste acá?
—Una… una noche estaba buscando algo de comida en la basura —habló pausado, casi tartamudeando y con un dejo de vergüenza en sus ojos—. Se me… se acercaron dos tipos, me empujaron, caí al piso y… empezaron a pegarme. Después de eso no… no recuerdo más. Terminé en un hospital y a los dos, … a los dos días me trajeron acá.
Manuel sintió mucha compasión por Hugo. Notó que a éste se le habían llenado los ojos de lágrimas mientras le relataba lo sucedido y entonces trató de cambiar el tema enseguida. Ya tendrían tiempo de conocerse mejor, pensó.
—Vení, acompañame —le dijo.
Lo llevó debajo del árbol que pasaba todas sus tardes. Lo ayudó a sentarse en el suelo, colocó el tablero de ajedrez entre ellos y comenzó a ubicar las piezas en su lugar.
—¿Sabes jugar?
—No
—Te voy a enseñar. ¿Querés? —Hugo asintió con la cabeza—. Éstas son las piezas blancas y éstas son las piezas negras. El objetivo del juego es que me vayas comiendo las piezas hasta hacerme jaque mate…
Mientras la explicación continuaba una enfermera salió al patio y se dirigió hasta ellos que eran los únicos que se encontraban afuera. Observó a Manuel con indiferencia y le habló a Hugo.
—Querido, es el turno de tus medicinas.
Manuel la miró y vio que tenía escondida una jeringa en el bolsillo. Sabía lo que eso significaba, y entonces se paró de golpe.
—¡A él no le hagas nada! —le gritó con una mezcla de odio y temor.
—Vos no te metas.
—¡Él no te sirve!
—Callate si no querés que te encierre y te ate.
—Él es mi amigo —dijo suplicando mientras retrocedía fulminado por la mirada penetrante de la enfermera—. Yo lo estoy cuidando.
Hugo intentó pararse para hacerle caso a la enfermera y evitar que no le pasara nada a Manuel.
—Manuel no te hagas problema yo…
—¡Vos te sentás ahí! –gritó—. Yo me encargo de esto.
—Pero no… no te preocupes Manuel, tomo los remedios y vuelvo —le dijo tratando de calmarlo.
—Sí. Huguito toma sus remedios y te lo devuelvo —dijo la enfermera con tono sarcástico y burlón.
—¡No es así! Yo sé lo que le van a hacer. No se lo merece. Hace poco que llegó. Sufrió mucho.
La enfermera sacó su jeringa del bolsillo y lo amenazó a Manuel.
—¿Querés ocupar vos su lugar?
—No, ¡no!… pará… —hizo de una larga pausa y miró a los ojos a la enfermera por primera vez en su vida— ¡Sos una trola! —fue lo que le salió de adentro.
A pesar de ser más alto y más fuerte que la enfermera, Manuel le tenía mucho miedo, porque conocía sus secretos y de lo que era capaz. Nunca antes la había enfrentado. Al insultarla, se refugió entre sus propios brazos. Sintió un dolor en las costillas y cayó al suelo.
—¡Vos, vení para acá! —le gritó a Hugo que se estaba acercando para ayudar a Manuel— ¡Ya es suficiente! ¡Vamos a terminar con todo esto!
De un empujón lo tiró al piso y Hugo quedó mirando el cielo.
—Yo lo hago —dijo Manuel balbuceando y agarrándose las costillas del dolor.
—¿Qué decís?
—Dejáme que yo lo hago, vos lo vas a hacer sufrir, lo vas a lastimar, sos muy bruta.
La enfermera pensó un instante y estudió su rostro.
—Está bien, pero hacelo rápido que no puedo perder más tiempo.
Le entregó la jeringa a Manuel y se alejó un poco para observarlo mejor. Éste se paró despacio, miró a la enfermera, respiró hondo y se dirigió a Hugo.
—Amigo, confía en mí, no te va a doler —le dijo consolándolo y acariciándole el pelo.
—Pero Manuel… —intentó balbucear Hugo.
—Confía en mí. Esto se termina pronto.
Manuel se acercó a Hugo con la jeringa en la mano. Lo puso de espalda a él y en el momento que le iba a clavar la aguja sintió un fuerte pinchazo en su cuello.
—¡Pelotuda! ¡Qué hiciste!
Manuel cayó de nuevo, esta vez con una jeringa clavada en su yugular. Intentó en vano quitársela, pero ya no tenía más fuerza. El sedante había penetrado en sus venas. Estiró la mano hacia la enfermera, la miró por última vez a los ojos y se desmayó. Hugo se acercó a Manuel llorando y se tiró encima de él.
—¡Ayudalo, se va a morir!
—Quedáte tranquilo querido, solo lo dormí. Le di un sedante. Estaba muy nervioso. Acompañame adentro.
Llevó a Hugo hasta su habitación y volvió con dos enfermeros para ocuparse de Manuel. Lo arrastraron hasta la enfermería y lo subieron a una camilla.
—Gracias. Yo me encargo desde acá.
Cuando quedó sola en la habitación tomó su celular del bolsillo y marcó un número.
—Hola… Tuve un pequeño problema, pero lo pude solucionar. Conseguí a uno mejor. Ya tengo los órganos que andabas buscando. Como quedamos, nos encontramos el sábado.
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.
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Pila Gonzalez
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