No lo hice por maldad. Lo hice por experimentar. Quise saber que se siente matar a una persona. Entonces sin más, le partí un sifón de soda a un tipo que iba caminando delante mío. Era de noche y la oscuridad me ayudó a escapar y perderme sin ser visto.
No sabría bien cómo explicarlo, pero ese sentimiento me vino de golpe. Era fines de abril. Me quería hacer un Gancia con limón y me faltaba la soda. Por eso salí hasta lo del Jorge que me quedaba a la vuelta. Al sifón lo traía en mi mano derecha, la mano hábil, y venía jugueteando con él. Cuando doblé en la Carlos Gardel me encontré con que estaba todo oscuro. Se habían cortado las luces de la avenida o no sé qué. Yo seguí mi camino. Me lo conocía de memoria y no hacía falta luz para llegar a mi casa, si quedaba en la misma manzana. En eso me pasa un flaco caminando ligero por mi izquierda. Y nada. Eso. Agarré el sifón y se lo estrellé en el medio de la cabeza. Cayó seco el pobre. Como una bolsa de papas. Lo loco fue que el sifón no se hizo ni un rasguño y la cabeza del tipo se partió en dos. Literalmente. Yo continué como si nada.
A los tres días me enteré de que falleció en el Hospital Municipal después de agonizar. Que se llamaba Martín Urrutia. Que tenía 29 años. Hijo de buena familia, decía La Campaña. Casado con Paola Gómez desde hacía seis años. Que la pobre viuda estaba esperando al tercero. Ya tenían a la menor, Carolina de dos y el mayor, Ignacio de cinco. Que trabajaba en el Banco Comafi y que vivía a tan sólo cuatro cuadras de mi propia casa. Nunca lo había visto en la vida. Lo juro. Es más, la primera vez que lo vi fue en el diario el día después del sifonazo. Y también me lo crucé un par de veces en una foto pegada a un cartel, en alguna de las marchas por justicia que se armaron esos días y los que siguieron.
No sé qué decir. Sería su hora y justo se cruzó conmigo y mis ganas de experimentar con el sifón y la muerte. La verdad, tengo que reconocer que se sintió bien en su momento y mi vida continuó igual que antes. Sin sobresaltos. Seguí yendo a jugar al fútbol con los compañeros del turno todos los martes. Alguna que otra cerveza en el Colón, o picada en el Mami, solo o con amigos. Eventos en la fábrica. Salidas a Shot Bar. Fiesta en Vallerga. Algunos jueves a Suipacha. A verlo a Luquitas los sábados a la mañana en la canchita de Once Tigres.
Pero un par de veces me agarraron esas ganas de seguir con este juego que empecé con Martín. Es algo como que me viene de adentro. Parecido a un orgasmo o a una sensación de éxtasis, de placer. No sabría muy bien cómo explicarlo. Raro. Pero hermoso.
Sin ir más lejos, el otro día casi me sale tirar a una mujer abajo del colectivo local cuando pasaba. Me contuve, no sé cómo. Quizás porque era de día. Quizás por otra cosa. Ni idea. No soy de pensarla mucho. Me agarran ganas de hacer algo y voy. ¡Pum! Listo, lo hice. Lo que sigue. Pero esto me estaba como persiguiendo. Cada vez tenía más y más ganas de matar a otra persona. Así que lo corté por lo sano y me dije, “Si lo vas a hacer devuelta, que sea memorioso”. Que tenga un significado o algo. En pocas palabras, que sea legendario y que todos en esta ciudad lo recuerden por siempre. Entonces me puse manos a la obra.
Lo primero fue elegir a la víctima. Me estuve debatiendo entre el género. Al final ganó femenino porque un masculino ya tengo en mi cuenta. Bien. Mujer. ¿Edad? Primero se me pasó que sea una vieja, pero no tiene mucho sentido, así que me incliné por una pendeja. No más de quince años o que los esté por cumplir. Eso sería más interesante. Que los padres le estén preparando la fiestita. Daría que hablar para rato. Hasta los de Crónica y TN se vendrían. Saldría en el Clarín y, porque no, haría eco en los medios internacionales. A lo Manson.
Cuando pensé en la edad se me vino otra cosa en la mente. ¿Con o sin violación? Y la verdad que el tema de violarla me tienta, pero soy muy cagón y hay muchas variables que pueden salir mal. Tengo que hacer contacto físico y puedo dejar alguna evidencia. La chica podría gritar y que escuche alguien y que me vean y que se yo. No. Tiene que ser sencillo. Sin complicaciones. Como lo de Martín.
Entonces hice un repaso de lo que tenía definido. A saber: una mujer, menor de quince años, sin violación. Ahora me faltaba lo más lindo, el “Cómo” lo iba a hacer.
En este punto entré en un debate que me llevó días. No me definía. Tenía muchas opciones y todas me gustaban. Pero al final fui descartando algunas por ser casi imposibles o complicadas de realizar y me volqué a la fácil. Simple y parecido a lo primero. ¿Para qué improvisar ahora?, me dije. Todo bien con eso de que sea legendario y toda la bola, pero pensé, primero le agarro el gustito y después invento. Para la creatividad tengo tiempo. Bate de béisbol atrás de la nuca y fin del asunto. Quizás sea bueno llevar una cámara de fotos y hacer algunas tomas antes de rajarme. Se verá. Mi preocupación era de donde iba a sacar un bate de béisbol. Es medio sospechoso ir a comprar uno días antes de un homicidio justamente con un bate. Entonces la hice más fácil todavía. Fui por los campos y encontré un buen tronco, de esos pesados y maleables, pero que seguro va a servir tan bien o mejor que el bate. Digo, porque ni huellas va a dejar.
Con todo el plan listo, salí a buscar a mi víctima. ¿Así tendría que llamarla? ¿Elegida? Ni puta idea. Caminé un rato largo por el barrio y nada. Fui hasta la Diagonal. Me alejé hasta el Centro, pasé por el Normal y ahí se me prendió la lamparita. Tenía que ser sí o sí una pendeja con guardapolvos. No me pregunten porque, o sí. Me la imaginaba llena de sangre en ese uniforme blanco inmaculado que usan. Esto se transformó en obsesión. Empecé a vigilar la escuela. Anoté horarios de entrada y salida de todos. Porteros, maestros, alumnos, directivos. Cuando llegaba y se iba la Guardia Urbana. Medí distancias. Tomé tiempos. Chequeé donde estaban las cámaras de vigilancia de la ciudad. Controlé también que no haya alguna cámara cerca de algún negocio privado, pero, para mi suerte, tengo al Centro de Empleados y la Plaza España, uno de cada lado. Nada de comercios ni eso. Me fijé quienes iban solas y quienes las llevaban sus padres. Quienes iban en grupo. Me convertí en un experto de esto, me parece. Un gran detective podría haber sido. Un genio.
Hasta que un día la vi. Sí. Era ella. Tenía que ser ella. Iba a ser ella. Pelo negro. Largo casi hasta la cintura. Lacio. Algunas pecas en la cara. Ojos grandes, no llegué a distinguir su color. Mochila verde. Parecía de esas nenas inteligentes. Las tragas que le llamábamos en mis tiempos. Llegaba todos los días temprano a eso de las siete y cinco de la mañana en una bicicleta de tipo playera. La ataba en un árbol de la plaza. Ese era mi momento. Ni un alma en la avenida. El placero todavía no empezaba su turno. Los porteros estarían tomando mates. Los maestros y los directivos, ni sus sombras. Los demás chicos todavía durmiendo o desayunando en sus casas. ¿A quién se le ocurría llegar media hora antes de empezar las clases? A ella. A mi elegida. Todo redondo.
El plan sería aparecerme justo cuando estaba poniéndole el candado a la bicicleta y ¡zas! Garrotazo atrás de la nuca, hacerme el boludo y seguir caminando. Todavía no habría buena luz natural. Eso jugaba a mi favor. Lo mejor sería que hubiera alguna neblina, pero eso no lo podía controlar. Definí un día. El martes que viene, dije, porque era el día que menos personas andaban por la calle. No me pregunten tampoco porqué. Pura estadísticas que saqué de mis vigilancias.
Y el martes que viene es hoy. Son las seis de la mañana. Estoy muy ansioso. Casi que ni dormí anoche. Tampoco me dieron ganas de comer algo. En poco más de una hora voy a tener otro orgasmo, perdón, otra experiencia mortal.
Hacia allí me dirijo. Quiero llegar temprano así tengo todo más controlado.
Salgo de mi casa. Todavía está oscuro. Hace un poco de frío. No hay niebla. No me importa. Pasan pocos autos por la Avenida Suárez. Eso está bien. Me lo imaginaba. Ya estoy por llegar. Veo la Plaza y el trampolín del Centro de Empleados. Ya llegué. Estoy en mi posición. Donde quiero estar. Haciendo lo que quiero hacer. Me siento un afortunado. Me acerco al banco azul de la plaza que da a la calle José Ingenieros. Me estoy cagando de frío o serán los nervios, no sé. Me siento y me paro. Hago unos saltitos. El palo lo dejé atrás del árbol, cerca de donde ella va a atar la bicicleta. Será simple y rápido. Cuando llegue voy a ir caminando, tranquilo, seguro, como si nada. Agarro el palo. Y listo. Hago lo que vine a hacer. Después lo revoleo al medio de la plaza y sigo hasta el centro. Quizás vuelva a mi casa, quizás siga caminando un rato por la ciudad. Se verá en su momento. Me doy calor en las manos con mi aliento.
Ahí la veo venir. Me paro, pero enseguida me siento otra vez. Parece como que estaría haciendo gimnasia. Primero quiero vigilar bien, una vez más, de que no haya nadie. No hay nadie. No pasan autos. No pasan personas. Nadie por José Ingenieros. Nadie en la plaza. Nadie en la Suárez. Nadie en la vereda de la escuela. Ningún auto en los semáforos. Todavía no está tan claro. Ella está yendo a atar la bicicleta y yo estoy yendo a buscar el palo. Veo su pelo negro. Lacio. Todavía mojado. Su mochila verde. Su guardapolvo blanco. Su juventud perdida. Yo ya tengo el palo en mis manos y ella ya se puso a atar la bicicleta playera al árbol. Está agachada. No me puede ver. Pero yo sí. Muy claro. Muy presente. Miro otra vez para todos lados. Levanto el palo. Tomo aire. Calculo el golpe. Cierro los ojos. Pienso que nunca averigüé su nombre…
Sigo caminando.
Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.
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Pila Gonzalez
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