A Beatriz Reinante y Yami Hernandez
Érase una vez una niña de unos tres años de edad. Digo unos tres, porque nunca fui bueno para calcular las edades de las personas y menos de los nenes. Parecen todos iguales.
Esta criatura era hija de una profesora de educación física. Junto a esta nena se podía distinguir un grupo numeroso de chicos entre diez y doce años, más otro grupo medio de adolescentes entre catorce y dieciocho, más otro grupo reducido de adultos que eran profesores de la misma disciplina que la madre de la niña en cuestión.
Todo esto transcurrió en una ciudad de la Costa Atlántica. Creo que era Mar Azul o Mar del Plata. No me acuerdo. Yo pertenecía al grupo de adolescentes. Era ayudante de colonia de vacaciones del Centro de Empleados de Comercio de Chivilcoy, una especie de escuela de verano, y efectivamente, estábamos en el campamento que se organizaba todos los años como fin de la temporada.
La niña tenía en sus manos un pequeño libro. En las páginas se veían las letras del alfabeto y, al lado de estas, unos dibujos coloridos que representaban la inicial de cada letra; caso que a la letra A, le seguía el dibujo de un Árbol, caso que a la letra B, el dibujo de una Banana y así.
Recuerdo muy claro lo que pasó porque me quedó grabado y me dejó una enseñanza para el futuro.
Haciéndome el ayudante copado, me acerqué a la niña para ver cómo jugaba con ese libro. Lo que me llamaba en ese momento la atención, era que la veía muy chiquitita para estar aprendiendo las letras. Apenas podía hablar bien y ya estaba aprendiendo a ¿leer?
Entonces, queriéndole gastar una broma, y poniendo a prueba su inteligencia prematura, le pregunté dónde estaba la G de gato. La niña me miró frunciendo sus cejitas, levantando sus ojitos azabaches como unas uvitas y me señaló la letra en cuestión con un gatito color marrón dibujado a su lado.
“Muy bien”, le dije animándola.
La niña me sonrió, se le pusieron rojos los cachetitos y le agarró un poquito de timidez. Yo continué y ahora le pregunté por la M de Mono. La nena empezó a recorrer las páginas del libro hasta encontrar al monito también marrón y su M.
“¡Bien! Muy bien”, le dije y le revolví los pelos como haría cualquier ser humano con un nene de esa edad.
No le gustó mucho que le hiciera eso, pero se rió igual porque la estaba felicitando, y a cualquier niño le gusta que lo feliciten. Fue un poco forzado. Medio que de compromiso. Pero sonrisa al fin.
Fue así que decidí subir la apuesta e ir al hueso contra esta sabelotodo del alfabeto.
Con toda maldad, le pregunté si me podía decir dónde estaba la S de Cielo.
La niña volvió a fruncir el ceño, aunque esta vez se la notaba molesta de verdad. Miró el libro, me miró a los ojos, seria, concentrada. Trató de ver si podía encontrar a su madre. Me volvió a mirar muy enojada, como ofendida ante mi consulta. Entonces, haciendo trompita con la boca y con cara de mala, me corrigió:
“La S cielo, no, la S de sapo.”
Me señaló con su dedito índice el sapito verde de ojos saltones y se fue llorando, corriendo.
Desde ese día, como escribí, aprendí muchas cosas. Entre ellas dejé de molestar a los nenes y me empecé a comprar las golosinas con la plata que me daba mi mamá.
Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.
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