Para ponerlos en contexto, les digo que soy un apasionado del fútbol. Nací a finales del año 1983, empecé a consumir este deporte a mediados de los 90 y soy muy fanático del Club Atlético River Plate de Argentina. El glorioso River Plate.
Ahora, ¿qué pensarían si les digo que el gol que más fuerte grité en mi vida no fue uno contra Boca Juniors, su clásico rival de toda la historia, ni alguno de las finales de Copa Libertadores, el torneo más importante de América, ni mucho menos uno de Messi, jugando con la Selección Argentina, contra Brasil?
Piensen y piensen. En sus cabezas se les presentan muchos goles inolvidables. El de la vaselina del “Paragua” Rojas en la Bombonera, el de Crespo en la final de la Libertadores del 96, el de Funes Mori el día del “No fue córner”, el de Trezeguet por el ascenso a Primera, o los del “Oso” Pratto, “Juanfer” Quinteros o el del “Pity” Martinez en Madrid, también contra Boca, en la Final más importante de la historia mundial de este lindo deporte.
Si. Hay muchos y más importantes que del que les voy a contar. Pero la circunstancia y el momento histórico en que se presentó este gol superan cualquier jerarquía.
Era 28 de abril de 2002. El mundial de Corea-Japón estaba a la vuelta de la esquina y en la mente de todos los futboleros. No se hablaba de otra cosa en las calles y en la prensa. Todavía no había terminado el Torneo Clausura en Argentina. Faltaban pocas fechas. Mi querido River Plate peleaba el campeonato mano a mano contra Gimnasia de La Plata. Le llevaba cuatro puntos al equipo platense a falta de cuatro fechas para el final. Ese domingo Gimnasia se enfrentaba contra Argentinos Juniors en el Bosque y River hacía lo suyo contra Racing Club de Avellaneda en el mismísimo Monumental. El Lobo ganó su partido 3 a 0 y esperaba.
El Antonio Vespucio Liberti vibraba. No cabía un alma en las tribunas ni en los sillones de las casas gallinas. En la mía estábamos mi hermano el Zurdo, Tambor, un amigo de la infancia y yo. Los tres sufriendo todo el partido porque River la pasaba mal. Racing le llegaba por todos los costados y Comizzo, el arquero de la Banda había salvado el arco en más de una ocasión.
La tarde se estaba volviendo negra. El partido iba 0 a 0. Sabíamos en lo más profundo que no era nuestro día. A los jugadores no les salía una. Parecían dormidos dentro del campo de juego. Lo único que queríamos era que se terminara el partido en empate. No perder. Ese punto era más importante que nunca en ese momento.
Cuando de pronto todo se fue de control. Faltaban un par de minutos para terminar y Rapponi, un jugador que pasó sin pena ni gloria por River, hace un foul infantil y peligrosísimo al borde del área. Los jugadores comienzan una gresca entre ellos y el árbitro, el “Sargento” Giménez, expulsa de la cancha a Ángel David Comizzo, nuestro portero. River no tenía más cambios. Ya había realizado los tres reglamentarios, así que se puso el buzo de arquero un joven Martín Demichellis, que estaba haciendo sus primeros partidos con la Banda.
El encargado de patear el tiro libre era Gerardo Bedoya, un colombiano especialista en este rubro. Era gol seguro. Si acertaba al arco era gol cantado, lamentablemente. Solo tenía que patear como siempre. Ubicar la pelota entre los tres palos, ya que no había un arquero defendiéndolo, sino un jugador de campo.
Giménez dio la orden de ejecutar y Bedoya empezó su carrera hacia el balón. Yo cerré los ojos. Mi hermano apretó con fuerzas los puños. Tambor se dio vuelta.
Lo que pasó en los 15 segundos que siguieron fue muy confuso. Bedoya en lugar de patear, saltó la pelota, en una especie de jugada preparada. Apareció corriendo el “Chanchi” Estévez, un delantero picante que tenía Racing y tampoco pateó, sino que, con la suela, la pisó hacia atrás en un pase a Úbeda, el aguerrido defensor de la Academia, que ejecutó el balón con toda su potencia. Iba al arco. Terminaría en gol. Pero dio en la barrera y salió despedido hacia el cielo de Núñez.
Sin embargo, todavía seguía en juego. Estaba arriba de la cabeza de Úbeda, que había quedado desconcertado por la situación después de patear y no vio venir al paraguayo Ricardo “Vaselina” Rojas, que le robó la pelota con un golpe de cabeza y empezó a correr por el lateral hacia adelante. Por el centro de la cancha apareció como un rayo Nelson “Pipino” Cuevas, otro paraguayo. Rojas lo vio y le mandó el balón dejando todo de sí.
Y Cuevas empezó su carrera desde la mitad de cancha. Mano a mano contra Campagnuolo, el arquero de Racing. El relator gritaba “¡¡¡Hacelo Cuevas, por Dios hacelo!!!” La gente en la tribuna salió eyectada de sus asientos. Nosotros tres nos paramos y nos tomamos de los brazos, mientras inclinábamos el cuerpo hacia el televisor.
—Hacelo —dijo mi hermano.
—Hacelo, la puta que te parió —dije yo.
—Por favor, Pipino, metelo —dijo Tambor.
Cuevas continuaba en su camino a la gloria. Se acercaba al área de Racing como un corredor de 100 metros llanos, pero con el balón controlado en sus pies. Campagnuolo salió a achicar, como mandan los manuales, para hacerle el arco más pequeño al delantero. Pero ya estaba todo dicho. Pipino, con un leve pero eficaz amague de cintura, hizo como que se iba a ir hacia la izquierda y se fue por la derecha. Campagnuolo quedó desparramado en el piso. Con el último esfuerzo le tiró una patada tratando de derribarlo y tener otra oportunidad. Pero Cuevas ya estaba fuera de su alcance. Con el pie derecho acarició la pelota que se fue metiendo de a poquito en el arco hasta besar la red.
El universo estalló en su Big Bang. Las gargantas de media Argentina se rompieron. Y yo estaba en mi casa, abrazado con mi hermano y con mi mejor amigo, gritando con toda mi alma el gol de Cuevas a Racing que le daba la victoria a River en el último segundo del partido.
Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.
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