Pequeña gran victoria

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La primera vez que me enamoré tendría 9 años. Fue de una compañerita de mi escuela, de mí mismo curso. Al igual que yo, la mayoría de mis compañeros estaban enamorados de Ella.

¿Qué pasará por la cabeza de una nena de 9 años que sabe que todos los varones de su grado, y algunos de otras divisiones, gustan de Ella?

Grandes misterios de la vida si los hay.

La cuestión es que estaba enamorado y no sabía cómo manejarlo. Es más, no entendía qué era eso que sentía, ya que me pasaba horas y horas pensando y soñando con Ella. Deseando que llegue el hermoso momento de ir al colegio sólo para verla.

Dentro de esa incomprensión hice lo que mi corazón y mi consciencia infantil me dictaron: Le hice saber que me gustaba.

Desde primer grado tuve dos cualidades que me diferenciaban del resto. La primera es que siempre fui el más alto de mi salón y la segunda es que era el más tímido. Así que durante un recreo me escabullí por el aula y, aprovechando que todos estaban en el patio jugando, le dejé una cartita de amor en su cartuchera. Ese fue el principio del fin. A partir de ese momento dejó de hablarme y se creó una espantosa incomodidad en la clase. Todos se enteraron de la carta obviamente, incluso la maestra Norma.

Con el orgullo medio lastimado, intenté acercarme a Ella. Me hice más amigo de las chicas, probé con otras cartas, la buscaba en los recreos y trataba de incluirme en las conversaciones en donde Ella participaba. Rogaba que en las clases de Educación Física me tocara en los mismos equipos. Todos fracasos y, en algunas situaciones, mis intentos sólo servían para empeorar el ambiente.

Había perdido las esperanzas hasta que algo se me ocurrió.

Un día, la maestra Norma estaba pasando asistencias como todos los días, con la salvedad que en esa ocasión también estaba corroborando los números de teléfonos de cada uno de nosotros y nuestras direcciones. Cuando le tocó el turno a Ella, los memoricé. El teléfono fue fácil ya que era capicúa, pero la dirección fue más difícil, aunque la pude retener en mi cabeza. Ahora tenía dos valiosísimos datos, pero no sabía cómo utilizarlos.

Una tarde estaba haciendo bromas en el teléfono público de mi barrio al mejor estilo Bart Simpson con Moe, cuando me llegó la iluminación. Puse veinticinco centavos en el teléfono, marqué el número de la casa de Ella e improvisé. Me hice pasar por un tal Carlos y le dije que estaba enamorado de Ella, que soñaba todas las noches con Ella y que cuando la veía me costaba respirar. Todo era verdad, a excepción del nombre inventado, claro está. Mis palabras les gustaron y quiso saber más de mí. Yo seguí con el juego, no me iba a achicar justo ahora. Le dije que iba a otra escuela, pero, como estábamos en diferentes turnos, la iba a ver a la salida del colegio. Le conté cómo había estado vestida tal y tal día, como me gustaba que llevara el pelo y algunas cosas más. Repetí estas llamadas un par de veces en los días posteriores. Mientras tanto en la escuela notaba como Ella había cambiado. No sé. Estaba rara. Sonreía cuando caminaba sola, como pensando en algo. Estaba ausente.

En la última charla telefónica que tuvimos, es decir, que Ella tuvo con Carlos, la cosa no salió como lo tenía planeado y me terminó colgando el teléfono, no sin antes decirme que no la llamara más porque ella tenía novio, y que éste iba a su mismo grado… y que tuviera cuidado con seguir molestándola porque este chico era el más alto del salón.

¡Gooooool…! Eso es lo que llamábamos en mi barrio un golazo de mitad de cancha.

Al otro día me dirigí a la escuela con las esperanzas renovadas. Era el momento de actuar. Pero tenía que ser muy cuidadoso de no meter la pata con lo de las llamadas. Tenía que buscar el lugar perfecto para hablar con Ella e intentar otra vez conquistarla. Deseché la opción de mandarle una carta para citarla en algún lugar específico de la escuela. Ya sabemos cómo me había ido con las misivas. De manera que dejé atrás mi timidez y decidí hablar con una de sus mejores amigas.

Decile que la espero en la biblioteca en el primer recreo. Que tengo algo muy importante que decirle.

Muy nervioso, esperando la respuesta, me senté en mi pupitre y cerré los ojos para tratar de tranquilizarme. Los minutos pasaban y nuestra amiga en común no venía. Estaban por empezar las clases de ese día y sabía que una vez que la maestra Norma entrara al salón habría perdido mi chance de hablar con Ella en el primer recreo.

Cuando vi que la maestra Norma salía del salón de profesores y se dirigía hacia nuestra aula busqué a nuestra amiga. Estaba sentada en su banco y parecía triste. La miré desconcertado tratando de entender que estaba pasando. Me miró fijo a los ojos e, intentando buscar las palabras adecuadas, me dijo.

No la molestes más. Me dijo que te diga que tiene novio… y que se llama Carlos.

A partir de ese momento comprendí varias cosas, muchas de las cuales me sirvieron en el futuro. Sin embargo, lo más importante que descubrí en ese instante era que mi compañerita ya no me gustaba. Ya no tenía más sentimientos de amor hacia ella. Porque ahora era solo “ella”, en minúscula. El interés se esfumó en un segundo y nunca más volvió a aparecer en lo que duró nuestro paso por la escuela Primaria.

Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

El momento Random

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La soledad del alma

Pila Gonzalez

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Me gusta lo simple. Juntarme a comer y tener una buena charla con mis amigos, salir a correr, sentarme a leer en un parque, escribir en cuadernos, recorrer lugares caminando. Enamorado de los Balcanes, me autodenomino un catador de cafeterías por el mundo.
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