Nunca sentí tanto temor en mi vida como esa mañana en el Banco Francés, y eso que estuve en muchos procedimientos catalogados “Peligrosos Clase 1”. Como en la toma de rehenes en esa vivienda de Caballito, donde tuve que negociar con los captores mano a mano y llevarme todo el crédito por reducir a los delincuentes. O esa vez que desalojamos una torre de edificios tomada en Soldati. Ahí sí que nos tiramos de lo lindo con los “ocupas”. En ninguno de los dos casos tuve miedo, sino que sentí euforia y adrenalina. Los mismos sentimientos que sentí durante más de treinta años de servicio en la fuerza.
Pero esa mañana fue distinto. Yo me encontraba en el banco esperando mi turno, como hago todos los días cinco de cada mes, cuando voy a cobrar la mísera pensión por retiro que me dieron.
El día estaba agradable y el sol ya había ganado todo el cielo. Yo me encontraba parado detrás de unos señores mayores que no paraban de hablar ni un minuto de política (no hay tema que me interese menos en la vida). Quizás, si hubieran hablado del partido de Rugby entre Los Pumas y los All Blacks, a lo mejor me hubiese puesto a opinar.
Llevaba más de media hora esperando en la cola y había empezado a ofuscarme un poco, igual que me pasa cada mes. En este banco, también esos días, cobran los del Parque Industrial y se pagan los sueldos de los empleados del estado. El lugar se convierte en un gallinero público. Cientos de voces pugnando por sobresalir. Cientos de historias esperando a ser contadas una y mil veces. Las mismas caras de siempre. Los mismos relatos de vida y chismes mundanos. Algunos los sé de memoria.
Creo que fui el único que sospechó de esos dos sujetos que ingresaron hablando en un tono más elevado que el resto de los clientes. Algunos de ellos se dieron vuelta a mirar quiénes eran estos tipos, pero enseguida volvieron a lo suyo. Yo sabía que algo raro iba a suceder con esas personas. El olfato de policía no lo perdí, aunque hace más de cinco años que me retiré. Lo que los delató fue simple de percibir para uno de nosotros; no encajaban con el resto de las personas en el banco. Sus formas de observar las instalaciones mientras seguían hablando. Estaban calculando, midiendo la situación y el ambiente. En ese momento, los músculos se me tensaron y ahí fue cuando comencé a sentir una oleada de temor que me recorrió todo el cuerpo.
El disparo que rebotó contra el techo hizo que me sobresaltara, y creo que fui el primero en tirarse al piso cuando lo ordenaron. Es más, me parece que me anticipé a la orden. La gente comenzó a gritar, y un segundo disparo al aire acalló el bullicio. Todos obedecieron arrojándose al piso como clavadistas olímpicos.
Hay dos cosas que me parecen absurdas en los robos a bancos con pistolas. La primera es que siempre los ladrones, para dar inicio al asalto, disparan al techo, justo por encima de ellos. Algún día se les va a caer un pedazo de concreto en la cabeza y va a ser digno de un cuento de García Márquez o de Cortázar. La segunda, y pienso que está muy relacionada con la primera, es que las personas, es decir, los rehenes, cuando se tiran al piso, se tapan enseguida la cabeza con las manos. Como si esto fuera protección contra un disparo certero y mortal. A lo mejor lo hacen para protegerse por si se cae un bloque del techo cuando los ladrones ejecutan los disparos.
Enseguida del segundo tiro al aire, el que parecía mayor de los dos ladrones tomó el liderazgo y comenzó a dar órdenes. Se acercó al sector de las cajas, les entregó una bolsa de consorcio y les ordenó a los empleados del banco que la llenaran sin decir una palabra. El que parecía menor, ya había dado la vuelta y estaba del lado de los cajeros, también llenando la bolsa con dinero y controlándolos. Les preguntó si había cámaras y cuando se las señalaron no pareció importarle. Las miró unos segundos y volvió a su trabajo. También les preguntó por el sistema de alarma de aviso a la policía y si alguno había sido tan estúpido como para accionarlo. Los empleados, dos muchachos que no llegaban a los treinta años, y una señorita que parecía recién salida de la escuela secundaria, dijeron al unísono que no.
Pasó todo muy rápido. El asalto duró nada más que cinco minutos, pero a mí me resultó una eternidad. La cabeza me estallaba de planteos.
‹‹Tenés que hacer algo››, me decía una dulce y decidida voz en mi interior. Al rato escuchaba: ‹‹No seas idiota y quedate tirado dónde estás. ¿Vas a arriesgar tu vida por las migajas que te pagan por haber servido a la sociedad durante tanto tiempo? ››.
No sabía qué hacer. Hubo momentos en que ganó el héroe que llevo dentro. Tenía una pequeña navaja en el llavero del bolsillo del pantalón. Una Victorinox, esas que tienen un montón de cosas. Si actuaba rápido los podía reducir a los dos sin problemas, como hice aquella vez en la toma de rehenes. Obvio que esa vuelta tenía todo un equipo atrás que me estaba cuidando la espalda, y francotiradores por todos lados, que al mínimo movimiento de los delincuentes empezarían a disparar. También era joven. Ahora estaba solo, rodeado de gente asustada que no paraba de gemir y de rezar.
Miré a mi alrededor muy despacio, procurando que no me descubran y alcancé a ver, muy cerca de donde me encontraba, a tres jóvenes que me podrían servir de apoyo. Traté de llamarlos con la mirada, pero no levantaban la vista del suelo. Una señora de unos setenta años estaba observándome, vaya a saber desde cuándo. Nuestros ojos se cruzaron por un instante y pude ver el brillo de su pesar. Su rostro reflejaba miedo y una tristeza que iba más allá de la situación actual. Movió de manera sutil la cabeza de un lado al otro en señal de que no lo haga. En breve todo terminaría y volvería a la normalidad, como si el robo al banco nunca hubiera ocurrido.
No me podía quedar así. Mi orgullo me lo impedía. Volví a mirar a los ladrones y noté que el líder estaba controlando la calle por una de las ventanas, a pocos metros de donde me encontraba tirado.
Ése era el momento para actuar. Otra vez la vocecita en mi mente.
‹‹No te hagas el héroe. ¿Sabes cómo terminan los que se hacen los héroes en este país? Envueltos en una bolsa negra y vestidos con un traje de madera››.
Lo sabía muy bien. He perdido a varios compañeros en acción, pero era nuestro deber. Tenemos un compromiso con la sociedad, la obligación de protegerlos de actos delictivos.
‹‹ ¿Y el compromiso de la sociedad para con vos? Ocho mil quinientos pesos que no te alcanzan para pagar el alquiler del monoambiente y comer una semana. ¿Te vas a sacrificar por ocho mil quinientos pesos? ››.
Entre reflexiones y angustias acumuladas, me replanteaba otra vez qué hacer. Si no actuaba la conciencia me lo recriminaría tarde o temprano, y si actuaba podría terminar muerto. Pensaba y pensaba mientras seguía tirado en el piso sin moverme.
No tengo mucho que perder en la vida. Vivo solo en un departamento de dos por dos. Mi exmujer ya formó una nueva familia, con dos hermosos chicos que se parecen mucho a ella. Mi única hija no me dirige la palabra desde que discutimos unos meses atrás sobre su futuro, y amigos me quedaban pocos. Los buenos están muertos y los restantes, mejor perderlos que encontrarlos.
Entonces decidí intervenir sin perder más tiempo. Me llevé la mano derecha al bolsillo del pantalón, con mucho cuidado y sigilo, agarré la navaja con los dedos anular e índice. La desplegué y comprobé su filo. Era suficiente para traspasar la carne del cuerpo de los ladrones en caso de ser necesario. Junté muy despacio las rodillas contra mi pecho para tener más balance a la hora de pararme, y esperé a que el ladrón que estaba del lado de los empleados del banco se descuidara. Al que estaba mirando por la ventana ya lo daba por hecho que lo reduciría en segundos sin problemas. Sería muy fácil y rápido, y éste no tendría tiempo de pensar que le estaba pasando. El que me preocupaba era el más joven que lo tenía a una distancia peligrosamente inalcanzable. Pero sabía que una vez que cayera el líder, iba a ser más sencillo controlar y reducir al subalterno. Sería cuestión de convencerlo que dejara todo como estaba y se entregara, porque no tenía escapatoria.
En ese momento, del lado de las cajas empezaron a escucharse unos gritos. Alcé la vista y observé a uno de los delincuentes discutir y forcejear con uno de los dos cajeros. El ladrón que estaba contra la ventana se acercó corriendo. Acto seguido se oyó un disparo. El pobre empleado cayó muerto de un tiro en la frente ante la atenta mirada de todos. No pude hacer nada. El cuerpo se me paralizó. No logré mover un dedo. Dejé que mataran a ese chico. Podría haber actuado cuando empezó el forcejeo, o incluso mucho antes. Más tarde comprendí que ya estoy viejo para estos trotes. Estoy viejo para vestirme de héroe.
Los delincuentes pasaron corriendo por delante de todos nosotros y se perdieron en la ciudad. Yo seguía sin moverme, reprochándome la muerte del empleado. De este joven muchacho que tenía toda una vida por delante. Yo era el culpable de lo que le sucedió. Yo tendría que haber muerto en lugar de este chico. Si hubiera tenido un poco más de coraje la historia sería otra y a lo mejor ese inocente chico ahora estaría abrazándose con su madre o su novia, en lugar de estar enterrado en un cementerio.
En eso siento que me tocan el hombro, levanto la vista muy despacio, y veo a la señora mayor de los ojos tristes que me tiende una mano y me ayuda a incorporarme. Con su mirada me dice que todo había pasado. Que mi tiempo había pasado. Que ya nada volverá a ser como antes. Los días de gloria se habían extinguido.
Todos los meses vuelvo al mismo banco a cobrar mi pensión, y me pongo a conversar con las personas de la fila, que son casi siempre mayores que yo. Me siento más a gusto. Nuestro tema preferido es la política y lo difícil que está la situación del país, sobre todo con la inseguridad. Uno nunca sabe cuándo le pueden robar los sueños. Como esa mañana que entraron esos tipos a este banco y…
‹‹ ¿Se acuerda, Don? ››.
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.
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Pila Gonzalez
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