Decidió matarla y luego suicidarse. No podía soportar tanto dolor en sus entrañas. Tampoco podía soportar el sufrimiento perpetuo de ella. La vida no tenía más sentido para ninguno de los dos. La luz se terminó de extinguir para ambos y ya no quedaba nada que hacer en el mundo.
Su vecina había llegado bien entrada la madrugada, borracha otra vez. Él la escuchó detenerse en la puerta, buscar las llaves en el bolso, maldecir a todos por no encontrarlas y luego dejarse caer al piso rendida para romper en llanto. No se atrevió a observar por la mirilla de la puerta. No quería ver esa imagen de mujer derrotada por la vida, que había presenciado en incontables situaciones.
Sentía demasiado amor por ella desde hacía mucho tiempo. La amó desde el primer día que la vio. En ese entonces, ambos eran jóvenes. Ella se había mudado al edificio en el que vivía Mariano, justo en el departamento de enfrente. Había llegado con una maleta llena de sueños y proyectos desde una pequeña ciudad del interior. Quería estudiar arte. Todavía recuerda muy bien cuando la ayudó con la mudanza y tuvieron su primera charla. Esa noche no pudo dormir pensando en su nueva vecina.
Pero ahora, además del amor incondicional, sentía pena por ella. Una lástima contenida que tampoco lo dejaba dormir por las noches. Ya no eran aquellos jóvenes entusiastas que supieron ser y la desgracia se había cruzado en sus vidas.
Mariano no alcanzaba a comprender cómo de un momento a otro pasaron de estar hablando en el pasillo del edificio sin más preocupaciones que ser felices, hasta el instante en que ella quedó embarazada de un hombre que se dio a la fuga ni bien conoció la noticia. Se reprocha no recordar ese momento, y también se recrimina no haberle declarado su amor cuando todavía tenían tiempo de cambiar sus destinos. Ahora ya era demasiado tarde. El tren se había ido bien lejos y no podrían alcanzarlo nunca más.
El ruido de la puerta cerrándose lo sacó del sopor en el que se había refugiado.
‹‹Al fin encontró las malditas llaves››, pensó mientras se dirigía hasta su dormitorio.
Al llegar a la habitación tomó el revólver que tenía guardado en su mesa de luz y suspiró profundo. Convencido y comprometido con el final de ambos, se arrodilló al lado de la cama y comenzó a rezar. Pero en lugar de oraciones le salieron súplicas de perdón. No pudo aguantar más y se puso a llorar, sin contenerse. No lloraba en silencio como lo hacía casi todas las noches, sino que largó un grito que llevaba en su interior desde hacía mucho. Una congoja que tenía guardada desde que la hija de su vecina, a la edad de cinco años, se enfermó de leucemia y a los seis meses murió dejando a una madre sin consuelo, sin energías, ni ganas de seguir viviendo y dejándolo a él con el corazón destrozado.
La poca fuerza que le quedaba para afrontar sus días se le fue esfumando al padecer en carne propia el sufrimiento de ella, cada noche cuando la escuchaba volver a su casa, borracha. Cuando la oía llorar hasta quedarse dormida. Cuando la sentía morir lentamente, a cada minuto, sin más por hacer en este mundo.
Habían transcurrido más de tres años desde la muerte de la nena, pero a Mariano le parecía como si hubiera pasado un siglo. Ambos habían envejecido mucho desde entonces. Se les notaba en sus semblantes, aunque ninguno de los dos hacía nada por impedirlo.
Ella mantuvo su trabajo en un restaurante del centro de la ciudad y él se fue despidiendo de a poco de su carrera de profesor de matemáticas en la universidad. Mariano ya no mantenía el mismo entusiasmo y concentración en las clases que tenía cuando comenzó en la docencia. Varias veces le habían llamado la atención por comportamientos descuidados, pero a él eso ya no le importaba.
La noche que tomó la decisión de acabar con ambas vidas, fue una madrugada en la que su vecina se puso a gritar desesperada en el ascensor, mientras iba subiendo hacia su departamento. Él la fue a esperar para ayudarla, como lo había hecho muchas otras veces. Cuando abrió la puerta del ascensor la encontró tirada y acurrucada en un rincón. La miró con dolor, era la única mirada que le quedaba y ella al verlo empezó a gritarle.
—¡Andate, Mariano! ¡Dejame sola! ¡No quiero tu pena! ¡No quiero tu miseria! ¡Comprate una vida! ¡Andate! ¡No te quiero ver! ¡No quiero la pena de nadie!
Mariano se retiró a su departamento conteniendo el llanto y en ese momento supo lo que tenía que hacer.
Varias noches pasó sin poder conciliar el sueño tratando de encontrarle una solución. Pero no había ninguna. Ahora estaba dispuesto a ponerle fin a este martirio. Agarró el revólver bien fuerte, lo miró sin verlo y salió directo hacia su último acto. Abrió la puerta de su departamento y lo primero que vio fue el bolso tirado en el piso. Acomodó los objetos, tomó aire y coraje, aunque ya no lo necesitaba. Estaba decidido a terminar con todo de una vez.
Golpeó la puerta que tenía delante.
Sus últimas palabras en este mundo fueron para sí mismo.
‹‹Ya es hora››.
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.
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Pila Gonzalez
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