Carta desolada

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Mar del Plata, jueves 19 de septiembre de 2013

Estimado Dr. Garmendia:

¿Cómo le va? Espero que bien, porque digamos que, a mí, no. Creo que he tenido una recaída y me urge hablar con usted.

Le escribo esta carta porque no me puedo comunicar por teléfono (o quizás no me quiera atender las llamadas). Es una vergüenza que un profesional se haya olvidado de su paciente. ¿Y el juramento hipocrático y todo eso?

¿Cuánto tiempo pasó de nuestro último encuentro? Dos, tres meses. Es mucho, doctor. Necesito contarle mis nuevos problemas, que son ocasionados por los viejos problemas. ¿Se acuerda, doctor? ¿Se acuerda cómo llegué a su consultorio hace tres años? Era una piltrafa, y usted me curó. Usted hizo que yo salga adelante. O eso creí hasta ahora.

Como ya le dije, me parece que tengo una recaída, como a usted le gustaba decir. Igual, no quiero que me malinterprete. Esperemos a que me vea de nuevo para diagnosticarme como se debe y como sólo usted sabe hacerlo.

¡Atiéndame doctor, por favor! Soy una mujer desesperada. Hace unos días, fui al consultorio que comparte con el doctor Cima y la secretaria me miró de una manera que me incomodó. Como si no me conociera. Al final me dijo que usted tenía la agenda ocupada o algo por el estilo. No le entendí muy bien. Terminó diciéndome si no quería mejor hacerme ver por el doctor Cima. “¡Quiero que me vea mi doctor!”, le grité y salí a las apuradas pegando un portazo. No es que no tenga confianza en el doctor Cima, es que, no sé cómo explicarlo. Es cuestión de química, ¿me entiende? Además, dígame la verdad, no va a tener un tiempito para mí, para su paciente de años. Dele. Sea bueno. Atiéndame. No sea malo. ¿Qué le hice? Si lo ofendí por algo, no fue mi intención.

Usted sabe todos los problemas que tengo. Volvieron las sospechas, doctor. Esas que me carcomían el cerebro hace un tiempo, ¿se acuerda? Pero esta vez, no son sólo sospechas e inventos de la mente ante hechos no comprobados en la realidad, como solía usted decirme. Ahora tengo pruebas.

Recuerda que una vez le dije que tenía el presentimiento de que mi marido me engañaba. Usted a lo mejor no comprende lo que es el sexto sentido de una mujer, pero le cuento que esas “fantasías” se están convirtiendo en “realidad”, doctor.

Mi marido era un hombre que le gustaba quedarse en casa. Resulta que ahora se le dio por juntarse con sus amigos todos los jueves a la noche a cenar y jugar al truco. Por supuesto que esto, no me lo creo, doctor. ¿Usted me entiende? La cuestión es que no aguanté más y el jueves pasado, cuando se preparaba para salir, y mientras se estaba dando un baño, me acerqué sin hacer ruido hacia la pieza y hete aquí la primera prueba. En la cama estaba acomodada toda la ropa que usaría esa noche. También estaban los cigarrillos, el reloj, el celular, un pañuelo, la billetera, y sobre la mesita de luz, estaba el perfume importado que se compró en el shopping hace más de un año. El que sólo usa en ocasiones especiales, como, por ejemplo, para cumpleaños y eventos en la empresa. ¿Para qué se va a poner perfume para juntarse con los amigos, eh, doctor? Primera prueba. La otra que encontré es más certera y directamente implicante.

Descontrolada al ver el perfume en la mesa, no soporté y le revisé el teléfono. Sí doctor, se lo revisé. ¿Y sabe que tenía? Tres llamadas de un tal “Leo”, que por supuesto no conozco. No tiene ningún amigo llamado Leo o apodado de ese modo. Seguro es alguna amante, a quién registró como contacto con ese nombre para despistarme, porque sabía que tarde o temprano le iba a revisar el celular. Pero esto no es todo, doctor. Tenía varios mensajes de ida y vuelta con ese Leo que paso a transcribírselos a usted, porque me los acuerdo de memoria.

“¿Cómo estás para esta noche?” —le escribe ese tal Leo a mi marido.

“Hoy no voy a tener piedad con vos” —le responde mi marido.

—“Eso lo veremos. Traete las pelotas que las vas a necesitar” —le replica Leo.

“Ya vas a ver lo que te hago con estas pelotas. Besitos bonita” —le termina de escribir mi marido.

¡No se imagina como me puse, doctor! Me largué a llorar en el acto y me tiré en la cama, arriba de toda la ropa de mi marido. A todo esto, el muy turro, sale del baño y me intenta consolar. Me pregunta ¿qué me pasaba?, ¿porque me había puesto así? Yo le muestro los mensajes y ¿adivine qué me dijo?

“¿Por esto estás así?”.

“¡Sí, por eso estoy así!, ¿te parece poco?” —le contesté.

Le cuento mis sospechas de que le puso “Leo” a un contacto de alguna mujerzuela. Me mira y se empieza a reír, doctor. ¿Puede imaginar? ¡Yo llorando desconsolada porque mi marido me engaña y él se ríe en mí cara! En un momento me dice que Leo era un compañero de la oficina, hasta me dijo el apellido y el sector donde trabaja, pero no me los acuerdo. Estaba muy nerviosa, doctor. También me dijo que esos mensajes pertenecían a unas bromas que se gastaban antes de los partidos de truco.

¿Usted va a pensar que yo le creí? No. No le creí ni una palabra, doctor. Le empecé a gritar que era un mentiroso y un embustero. Él no me prestaba atención y se vestía como si nada hubiera pasado. Se puso la camisa, el jean, los mocasines sin siquiera mirarme a los ojos en ningún momento. Hasta que se puso el perfume importado. ¡¿Para qué?! Ahí sí que no aguanté más, doctor. A mí por boluda no me van a tomar. Me le tiré encima, desgarrándole la ropa y arañándole toda la cara. De un empujón me revoleó de vuelta a la cama. Ya le conté de la fuerza que tiene mi marido, doctor. Que puedo hacer yo con mis cincuenta kilos contra una mole como él. Encima cuando se estaba acomodando de mi ataque entra Juancito preguntando qué pasaba. Mi pequeño hijo, doctor, preocupándose por sus padres. ¿Se acuerda de él? No se imagina lo grande que está. Pasó a segundo y la maestra dice que es muy inteligente y despierto para su edad. Me parece que tiene una noviecita, doctor. El otro día le revisé el cuaderno y tenía escrito, en los márgenes, el nombre “Camila” y unos corazoncitos alrededor. Que rápido crecen los chicos, y uno no lo percibe. Acuérdese lo que le digo, cuando me quiera dar cuenta, va a estar yéndose a la universidad y me va a dejar sola. Sí, sola, doctor. Es que mi marido, después de esa noche, es otra persona. No me habla. Comemos en silencio. Ni bien termina de cenar se tira en el sillón para ver fútbol. Mira cualquier partido, doctor. Checoslovaquia contra Nigeria, con tal de no compartir más tiempo conmigo. Después nos acostamos, también en silencio, y ya no le excito, doctor. Ya no me toca. Ni siquiera me mira. Recuerdo cómo nos mirábamos cuando éramos adolescentes. Que épocas aquellas. Algún día de estos me pide el divorcio, acuérdese lo que le estoy diciendo.

Bueno, doctor, no estoy con más fuerzas para seguir escribiéndole. Contarle el incidente con mi esposo me agotó física y mentalmente. Espero que al leer esta carta comprenda por todo el tormento y la angustia por la que estoy pasando, se apiade de mí, de mi sufrimiento y me vuelva a atender.

Tengo varios problemas más, como la relación con mis amigas y la separación de mis padres después de treinta años de casados, pero eso lo dejo para otra carta o para contárselo en persona si me concede una hora de su tiempo.

Deseo con todo mi corazón que se encuentre bien donde quiera que esté, y que no se haya hecho daño cuando su bote naufragó en el Rio de la Plata. Es traicionero ese río, doctor. Mire que se tenía que ir hasta allá para pescar, y encima se embarca solo con la tormenta que se venía.

Le dejo esta carta en una botella en el mar, sobre la Playa Bristol. Por favor respóndame cuando la reciba.

Le mando muchos cariños.

Eva

Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Pila Gonzalez

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Me gusta lo simple. Juntarme a comer y tener una buena charla con mis amigos, salir a correr, sentarme a leer en un parque, escribir en cuadernos, recorrer lugares caminando. Enamorado de los Balcanes, me autodenomino un catador de cafeterías por el mundo.
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