Diario de un niño

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Unos de los últimos recuerdos que tengo de los cinco juntos, fue cuando estábamos yendo para Olavarría. Era de noche y creo que llovía. Faltaban quince kilómetros, según le oí decir a mi padre en un pensamiento en voz alta que tuvo. Íbamos al velorio del tío Pepe Muñoz. Yo tenía, en ese entonces, ocho años. Mi hermano, tres años más grande que yo, viajaba en el asiento trasero conmigo, y también lo hacía, entre ambos, mi hermanita de once meses en su sillita.

Mi hermano me venía contando cómo había muerto el tío. Me decía que lo habían encontrado descuartizado en el chiquero de los chanchos. Que le estaba dando de comer a los animales, como todas las mañanas, cuando sufrió una parálisis en las piernas y cayó al suelo, y así los chanchos lo fueron despedazando de a poco hasta matarlo. Me pareció que era una historia exagerada e inventada. A lo mejor me la contaba de esta manera para asustarme, pero era mucho más interesante que la sonsera que nos había dicho mamá, algo así como que un ángel lo vino a buscar al tío Pepe y lo llevó con el Señor para que lo ayudara a terminar el mundo.

Mamá era una mujer muy religiosa. Tenía su propio santuario en casa, con todas las estampitas del santoral ordenadas por fecha calendario. Todas las noches rezaba una hora. En cambio, mi padre era un ateo confeso y devoto. Siempre decía que las religiones, y sobre todo la católica, eran los peores males de la humanidad. Que por culpa de ellas se cometieron los crímenes más atroces de la historia. Estos dichos eran motivos de largas discusiones y peleas entre ellos que se producían mientras cenábamos. Mi padre llegaba cansado de trabajar en la fábrica y buscaba cualquier excusa para meterse contra la religión. Él siempre decía que, iglesia y gobierno eran lo mismo. Mamá, también cansada del taller de costura que tenía en casa, de hacer todas las tareas del hogar y, además, atendernos a nosotros, no se quedaba atrás y le replicaba como la más experta en religiones del mundo.

Éramos una familia normal. Mi padre creo que tenía alrededor de cuarenta y cinco años. Era único hijo, por lo tanto, no teníamos tíos de parte de él. Tampoco teníamos abuelos ni de mamá ni de mi padre, ya que habían muerto antes de que naciéramos nosotros. De la familia de mamá solo quedaba el tío Pepe Muñoz, pero como era (o fue) un solterón al que no se le conoció mujer en toda su vida, o eso decía papá acerca del tío, no teníamos primos, así que fuimos siempre muy solitarios. Jugábamos con mi hermano en casa todas las tardes después del colegio, sólo nosotros dos. No teníamos muchos amigos, pero nos divertíamos un montón. Nos encantaba jugar a la pelota en el patio, pero teníamos que aguantar los gritos de mamá a cada rato diciendo que tengamos cuidado con las plantas. Al final, nos cansábamos y nos poníamos con los soldaditos y los indios hasta la hora de la cena. A mí siempre me tocaba ser del bando de los soldaditos, aunque quería ser de los indios, pero mi hermano me decía que eran mejor los soldaditos porque cumplían con la ley. Al final los indios siempre se quedaban con todos los tesoros. No creo que ser parte del lado de la justicia tenga sus beneficios. Nunca me dejó ser indio, pero tampoco nunca se lo pedí, para que no se enojara, ya que mi hermano se enojaba por cualquier pavada. Pero a pesar de todo, es al que más extraño. A mamá también, obvio. De papá no tengo un sentimiento muy marcado. Trabajaba todo el día y sólo lo veíamos en la cena. Y mi hermanita, bueno, pobrecita, era muy chiquita y se la pasaba durmiendo, haciendo caca o llorando.

Con mi hermano pasábamos largas horas en el taller con mamá, que le encantaba contarnos historias de nuestra familia, y también de los vecinos. Nos enteramos antes que papá, que Lalita, la vecina de al lado de dieciséis años, de quién, yo estaba muy enamorado, quedó embarazada de su novio, también de la misma edad. Y que el padre de ella, el señor Cortiana, un hombre que andaba siempre serio y tenía unos bigotes a lo Mario Bros, lo había ido a buscar para fajarlo y se lo tuvieron que llevar esposado a la comisaría por querer golpearlo. Y que, una vez detenido por los policías, no paraba de gritar en el medio de la calle: ‹‹Ese pendejo embarazó a mí hija. Le llenó la cocina de humo. ¡Lo voy a matar! Cuando lo agarre lo mato››.

También nos contó una historia, para ella romántica, para nosotros aburrida, de cómo se habían conocido sus propios padres en la década del cuarenta, el mismo día que el General (nunca supe el nombre de este señor, porque mi madre siempre lo llamaba con orgullo, “El General” a secas) fue llevado desde una isla hasta la casa del presidente. Supuestamente, en dichos de mi madre, mi abuela Catalina tenía por entonces diecinueve años y había ido con una amiga a la plaza del centro a celebrar algo así como una fiesta por el regreso del General a la ciudad. Cuando pasaron por una casa de fotografías, vieron una foto en la vidriera de un joven vestido de militar, y mi abuela y su amiga se quedaron un rato en la vereda contemplando la belleza del hombre que aparecía en ella. Decidieron ingresar al local, y cuando le preguntaron al dueño quién era ese señor tan apuesto de la foto de la vidriera, una voz desde atrás de ellas les respondió: ‹‹Cabo Ramírez para servirles, señoritas››. Fue amor a primera vista decía mi madre con lágrimas en los ojos, aunque mi hermano bromeaba a sus espaldas murmurando que había sido amor a primera foto.

El relato de cómo se habían conocido con mi padre no tuvo mucha gracia, y creo que ella tampoco la contó con mucho entusiasmo. Se habían conocido en un baile en el Club 6 de Agosto. Él la invitó a bailar. Hablaron toda la noche y se pusieron de novios. A los diez años empezamos a nacer nosotros y fin del cuento.

En realidad, las historias que más nos entretenían eran los chusmeríos de los vecinos. Mamá sabía vida y obra de todos en el barrio. Como la historia de Lalita, había de a cientos. Unas más entretenidas que otras. Nosotros nos sentábamos en el piso, mientras le enrollábamos los hilos, a escucharlas.

Que la señora de la vuelta, creo que se llamaba Norma o Cora, había engañado a su esposo con el cartero.

—Tan buen tipo y trabajador que es el Jorge —decía mi madre—, y esa yegua que lo engaña todos los miércoles con ese borrego que trabaja en el Correo Argentino. No se merece que le haga esto, pobrecito. Algún día le voy a contar y que se vaya todo al demonio.

Creo que mamá lo quería mucho al Jorge. Siempre que se veían se saludaban de manera muy afectuosa y se quedaban charlando un rato largo, riéndose a carcajadas. A mí hermano y a mí también nos caía bien el Jorge, porque cuando nos veía con mamá, nos daba unas monedas y nos decía que vayamos a comprarnos algo al quiosco y después que vayamos a jugar a la placita Venezuela un rato. La mirábamos a mamá para pedirle permiso y ella siempre decía:

—Ay, este Jorge que los malcría a ustedes dos. Vayan, pero pórtense bien. A la hora de la merienda los quiero de vuelta acá, ¡eh!

Cómo extraño las historias de mamá. Tenía un don para contarlas, y se sabía todos los más mínimos detalles. Nuestra preferida era la de los vecinos de la otra cuadra, donde el Simón, el dueño de la verdulería, le había robado la mujer al Felipe, la Marisa, que vivían justo al lado de él y eran muy amigos.

—Si hasta pasaban las fiestas juntos —decía mamá.

Y el Felipe, para no ser menos, se juntó con la Mercedes, la de los perros (así la llamábamos nosotros porque tenía como cinco perros que te ladraban cuando pasabas por su casa. Eran insoportables).

—Encima de todo —continuaba mi madre—, el Felipe y la Marisa tienen dos hijos, el Francisquito, Panchito, el que va con vos a la escuela, y la Popi que tiene dos añitos, pobrecita. Y la Mercedes tiene a la Carlita de cuatro. Y el Simón tiene a Marcos y la Dani, que ya son grandes, pero igual es un lío. La cuestión es que ahora el Simón y el Felipe volvieron a ser amigos y pasan las fiestas todos juntos otra vez. Y para colmo, la Marisa está por tener al Fernandito, y creo que la Carlita va a tener un hermanito también. Se le nota la panza a la Mercedes, aunque ella todavía no lo reconozca. La verdad, yo no entiendo a esa gente.

Nos encantaba esa historia. Nosotros tampoco la entendíamos mucho, pero nos gustaba armar el rompecabezas de esas familias, y le pedíamos a mamá que nos la cuente todas las semanas, para poder ir completando las piezas. Obvio que cuando estábamos con Pancho ni comentábamos del tema. Mi hermano le quería decir algo. Cargarlo, tal vez, pero mamá se puso firme y se lo prohibió. Al final mi hermano se olvidó del asunto. Igual no jugábamos mucho con el Pancho. No nos caía muy bien. No sé si era por el tema de su familia o qué, pero tratábamos de esquivarlo. Cuando tocaba el timbre de casa, le decíamos a mamá que le diga que estábamos durmiendo, haciendo la tarea o cualquier otra mentira.

 

Que lindos recuerdos. Hasta ahora no encontré a nadie que contara las historias tan bien como las contaba mamá. No quiero decir que me traten mal en este lugar, pero no es como cuando estaba en casa. A mi hermano hace mucho que no lo veo y casi que ni me hablan de él. Me lo crucé un par de veces en el patio. Nos vimos de lejos y nos saludamos, pero enseguida lo metieron adentro junto con los demás chicos que estaban con él. Yo pregunto siempre a las señoras que nos cuidan, pero me dicen que no me preocupe, que está bien.

Solo puedo estar con los chicos de mi edad. No me dejan juntarme con los más grandes. Me parece una estupidez, porque yo estaría mejor si estoy con mi hermano. También creo que mi hermanita está en otro lado. No en este mismo edificio. Me parece que se la llevaron de acá. Un chico que está en la misma pieza que yo me dijo que había escuchado que ahora vive con otra familia, en una casa de verdad. Por un lado, me puse contento, porque al ser tan chiquita, no se va a dar cuenta de todo lo que pasó y se va a adaptar mejor a sus nuevos padres. Pero por otro, me gustaría que esté conmigo y con mi hermano, que, en definitiva, somos su verdadera familia.

Había veces que mamá se iba a hacer los mandados y nos decía que la cuidáramos un rato hasta que ella volviera, y a los dos segundos que se iba mamá, empezaba a gritar como una loca y no sabíamos que hacer para que dejara de llorar. Lo único que la calmaba era cuando mi hermano le hacía gestos raros con la cara. Se metía los dedos en la boca y se estiraba los cachetes para los costados mientras cruzaba los ojos, y mi hermanita paraba de llorar y lo miraba como sorprendida, mientras estiraba las manos para querer tocarlo. No sé qué harán esas personas para que no llore. Espero que les hayan dicho la técnica de mi hermano cuando la vinieron a buscar.

Ahora los días son muy aburridos. Yo, mientras tanto, me entretengo recordando las historias de mamá y anotándolas en un cuaderno. Las escribo para no olvidármelas. Cuando sea grande se las vamos a contar con mi hermano a nuestra hermanita y le vamos a hacer gestos con la cara. Estoy practicando frente al espejo todas las mañanas antes de bañarme. Creo que ya me salen.

Igual hoy no puedo escribir mucho, me dijeron que me acueste temprano porque mañana tengo una reunión con dos personas que me quieren conocer. Mañana seguiré escribiendo.

Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Pila Gonzalez

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Me gusta lo simple. Juntarme a comer y tener una buena charla con mis amigos, salir a correr, sentarme a leer en un parque, escribir en cuadernos, recorrer lugares caminando. Enamorado de los Balcanes, me autodenomino un catador de cafeterías por el mundo.
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