Advertencia: Este cuento contiene episodios con violencia, sexo y diálogos inapropiados para menores.
Empecé robándome los vueltos de los mandados. Era muy fácil engañar a mi madre diciéndole que las cosas habían aumentado. Era época de hiperinflación y no dudaba de mis palabras ya que era su hijo preferido. Igual, lo que más me gustaba de ese tiempo de fines de la Primaria, eran las pajas y los petes que me hacía mi tía cuando venía de visitas. En realidad, no era mi tía-tía, sino que era la hermana del tipo con el que andaba mamá. Pero yo y mi hermana le decíamos tía. Como también le decíamos papá al viejo con el que se encamaba nuestra madre. Todo empezó como un juego y terminó como terminó. Un día me la garché a la tía. Tenía doce años y ella, creo que treinta y tres o por ahí. Estaba re caliente. Me la estaba chupando duro y parejo y en un momento le pregunté, con mi cara de inocente, si se la podía meter. La muy guacha ni lo dudó y se la mandé hasta el fondo. Esa fue mi primera vez.
Después pasé a robarme lapiceras, borratintas y calculadoras científicas de mis compañeros de Secundaria. Me las escondía en los huevos para poder sacarlas de la escuela, ya que una vuelta empezaron a revisar todas las mochilas a la salida por el faltante de cosas. A las lapiceras las guardaba en una caja de mocasines que tenía en el ropero. Me gustaba coleccionarlas. En cambio, a los borratintas les quitaba las etiquetas y los usaba. Con las calculadoras hice plata. Primero se las vendía al Chichi, un almacenero del barrio que no hacía preguntas de donde las sacaba, pero el forro me pagaba dos mangos. Sabía que eran robadas de mis compañeros y me tenía medio de las pelotas. Por eso se aprovechaba con el precio. Así que cambié de estrategia y las empecé a cambiar por Paco en el Fonavi. No vayan a creer que consumía o me drogaba con esa mierda. No. Era puro negocio. El Paco lo revendía a los chicos de séptimo en el baño de la escuela. Los pendejitos se juntaban a fumar en el recreo y yo les caía con las drogas. Se ponían como locos. Me las sacaban de las manos. Esos guachines me adoraban y me dejaron mis buenos pesos.
Una vuelta me animé a agarrarme a una minita en el salón de música. Estaba por terminar la Secundaria. Era una que se hacía la gata todo el tiempo y se la daba de fifí. Fue medio de prepo. La metí a la fuerza en el salón y se la metí también a la fuerza, mientras le decía que, si llegaba a gritar o contarle a alguien de esto, le cortaba la cara a navajazos. Igual la amenaza fue un poco al pedo porque le terminó gustando y me empezó a buscar para que me la cogiera seguido. Hasta me ofreció el culo en el segundo encuentro y más de una vez me pidió que le acabara en la boca.
Lo primero que hice al terminar la escuela fue entrar a la policía. Mi mamá se sentía re orgullosa de mí. Yo en cambio hice la más fácil. Me metí de cana para no tener que salir a laburar por ahí. Además, me pagaban por estudiar y eso del estudio se me daba bien. No me costaba. Mi hermana se había escapado de casa con un pelotudo y no la pudimos encontrar. Mamá se la pasaba llorando todo el día. La pendeja tenía quince años y ya había quedado embarazada. Yo le dije que abortara o la cagaba a palos a ella y le cortaba las bolas al tontito del novio. Una tarde se las tomaron y no los vimos más. Nunca los pude encontrar que, si no, los acribillaba a los dos. Así que mamá se sintió un poco mejor con mi ingreso a la policía.
Cuando salía de franco los fines de semana me volvía para el pueblo. Mamá tenía todo preparado. Me esperaba el viernes a la noche con la piecita lista y milanesas con papas fritas para comer. Una genia la vieja. A veces me hacía ravioles los domingos al mediodía y se encargaba que no haya ni un ruido en el barrio a la tarde para que yo pueda dormir la siesta. Al boludo del novio lo había fletado hacía rato por lo que éramos nosotros dos solos. Yo extrañaba un poco a la tía. Un par de veces la fui a visitar y nos dimos de lo lindo. Ya estaba un poco más grande. Se le notaba en el cuerpo. Se le empezaron a caer las tetas y el culo le quedó medio flácido. Vivía en el pueblo de al lado en un departamento pedorro. Igual no me importaba nada de todo eso. Yo me la quería coger y que me la chupara como cuando era pibe.
Los sábados a la madrugada, después de salir del boliche, me iba a darme unos saques a la plazoleta que está enfrente de la Terminal de colectivos. Si pasaba alguno por ahí, era carne de cañón. Yo que estaba medio duro me les tiraba encima para robarles. Si era un flaco el que pasaba, le daba un par de golpes y me quedaba con la billetera, el reloj y el celular. Si pasaba alguna minita sola, me la cogía. Y si se ponía cargosa o se hacía la loca, la fajaba y listo. Fin del asunto. No era de andar con vueltas. Si no pasaba nadie me hacía una paja y acababa arriba de los bancos. Me cagaba de la risa solo de pensar que alguien se iría a sentar en mi leche. Creo que todos los bancos de la plazoleta están pintados con mi guasca.
Llegó el día de mi graduación como oficial de la cana. Vestidito con un trajecito de marinerito japonés hice el juramento y mamá lloró de emoción sentada en la primera fila. Ya estaba para atrás la vieja. Tenía sus buenos años encima y no daba más. La tía también fue a verme. Esa noche en un telo me confesó que se había re calentado cuando me vio recibir la medalla. Así que esa noche me la cojí y le juguetié con la medalla por el culo. La tía también estaba hecha mierda, pero seguía cogiendo como la mejor. No sé si eran los años, la experiencia o que se le venía la menopausia, pero era una leona en la cama. A veces no le podía seguir el ritmo y eso que yo estaba en mi mejor momento.
Lo más gracioso fue que mi primer trabajo de milico fue ir a vigilar la plazoleta. Yo me había recibido con honores en la academia y había echado un físico terrible. Además, algunas de mis víctimas habían denunciado que los habían robado, violado o cagado a palos allí y, como yo era el más apto de todos los que terminamos ese año, los boludos me mandaron a controlar el lugar. Fui bastante vivo. En la plazoleta no hice más nada, así que mis jefes estaban re contentos conmigo y me felicitaban todo el tiempo por haber vuelto la tranquilidad en ese barrio. Hasta me ligué un ascenso y todo. Me dieron una camioneta para mí solo y me trasladaron a vigilar las zonas de quintas, campos y la laguna. Me pegaba unas siestas tremendas en la soledad de las Pampas.
A veces para no aburrirme y no perder el ritmo, me iba de noche a la laguna y encañonaba a las parejitas de enamorados que iban a garchar. Así me hice unos cuantos pesos. Una vez me terminé cogiendo a uno que se me hizo el loquito. Se la quiso dar de héroe que defendía a su chica y terminó con un tiro en la rodilla, la nariz destruida y el culo como una flor. Encima le hice tragar toda mi leche. Todita se la tomó sin chistar. Pedazo de gil. Si hubiese entregado la guita sin hacerse el ídolo se iba tranquilo. A la noviecita la juné enseguida. La turrita trabajaba en La Anónima del centro. Una noche, cuando se volvía para su casa, la esperé y la intercepté. Me la subí a la camioneta esposada. Le dije que la arrestaba porque era sospechosa de una estafa y no sé qué mierda más. La asusté diciendo que se iba a comer como tres años en cana, mínimo, por lo que había hecho. No saben cómo lloraba la loca. Me juraba y me recontra juraba que me había equivocado de personas. Que no era ella. Que era toda una confusión. Yo me cagaba de la risa. La llevé hasta un descampado en la zona de quintas del San Francisco y cuando me bajé de la camioneta me reconoció. Lo vi en sus ojos que me reconoció. Se quiso hacer la boluda, pero yo lo noté. Le di un par de sopapos y sin perder tiempo le bajé el jean y le acabé medio rápido. Después le pegué un tiro en la frente y la tiré en una zanja. Terminamos culpando al novio, porque parece que un par de veces, después de lo que le pasó en la laguna conmigo, la había cagado a palos. Así que cayó por pichi.
Una noche, medio en pedo que estaba, se me ocurrió hacer plata rápido y mandarme a mudar a la mierda, así que a la tarde siguiente me metí al Francés de la calle Bolívar y Pellegrini con una 9 milímetros y un pasamontañas. Estaban por cerrar y les caí de sorpresa. Bajé a un guardia y a una empleada que salió corriendo, queriéndose escapar. Después me di cuenta de que la conocía del barrio, pobre. Me fui directo a las cajas que estaban atendidas por pendejitos que se hicieron encima. No estaban acostumbrados a que pasara esto en el pueblo. Esa fue mi carta maestra. No sabían cómo reaccionar ante una situación como esa. Los encerré a todos en una oficina, creo que era la del gerente, y los até de pies y manos con unos precintos. Me fui con el tesorero hasta la caja fuerte en el subsuelo, me hice con treinta millones de pesos y me las tomé. Antes de salir le pegué un par de cachetadas a una señora que no paraba de insultarme y decirme que era un maleducado. Le dejé un ojo como una compota. Vieja de mierda.
Y acá estoy. En una isla del Caribe lo más choto. Gracias a algunos contactos que tengo, pude salir del país sin que me revisen la mochila y me traje casi toda la plata. Me levanté a una negra culona que le encanta coger y que la caguen a palos. Así que todas las noches le doy murra y le parto el culo como se debe. Esto sí que es vida.
Ayer me enteré de que murió mamá y la calentura que me agarré que la pobre negra casi quedó internada. No me reaccionó como en dos horas. Me parece que se me fue la mano, pero con alguien tenía que descargarme. Encima creo que está embarazada. Porque mientras buscaba en el baño algo para que reaccione, encontré uno de esos Evatest con dos rayitas. Y ahora estoy en duda si dos rayitas es positivo o negativo. Igual cuando la vea devuelta le pido perdón y que se case conmigo. Seguro que me la chupa hasta dejarme con los ojos dados vueltas.
Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.
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Pila Gonzalez
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